«Y así vamos adelante, botes contra la
corriente,
incesantemente arrastrados hacia el pasado».
Me
patinan algunas cosas, en el sentido de que soy incapaz de recordar cómo empezó
algo, cómo fue girando el tema y el motivo por el que al final la cosa terminó de un modo u otro. Debe ser que aquella fantástica memoria que me acompañó
durante años, empieza a hacer aguas por los cuatro costados. Vivo de agenda, y
aunque a veces la nota, brevísima siempre, sobre aquello que busco me indica
muy poco, al menos me sitúa en el momento concreto y aunque sea de modo vago, puedo
tirar del hilo de mi propia trama.
En
la agenda del año 2013, descubro que a finales de septiembre, una
persona, por entonces muy querida, me dio un gran disgusto. Con la perspectiva
del tiempo sé que ese momento marcó un antes y un después en mi modo de relacionarme
con ella, de hacerle partícipe de mis cosas. Debo decir en mi descargo que durante meses, por lo que
veo, intenté hacer borrón y cuenta nueva, olvidar el mal ánimo, pero no fue
posible. Cuando uno no quiere, el otro no puede aunque lo quiera y lo intente. Por otro
lado, el 30 de octubre de ese mismo año (que conociéndome debía andar con la guardia
baja y con el disgusto aun a cuestas), tuve una gran alegría y una noticia
personal estupenda. Un J
anotado en el margen derecho del día no hace más que apostillarlo, aunque ese momento
lo recuerdo sin esfuerzo. Sigo pasando página y encuentro: localizadores de
vuelos, revisiones al dentista, libros recomendados, sensaciones que me remueven,
alegrías y algunas penas tremendas, el principio de un relato cualquiera, los buenos
deseos para alguien a quien ya no veo pero del que sé a través de amigos
comunes. Cosas así que al releerlas algunas de ellas, con el tiempo, me
parecen imposibles, improbables, increíbles y olvidables por necesidad. Son mis
cuadernos, mi propia memoria histórica de andar por casa.
Sigo
utilizando agendas de papel como si en mi vida personal la revolución
tecnológica no existiera. Escribo con letra diminuta que con el tiempo se
convierte en jeroglíficos que ni yo misma entiendo, aunque supongo que parte de
la gracia de la cuestión está precisamente en eso, en que el paso del tiempo me
permita no entender, ir atajando, dejando por el camino lo que realmente es
irrelevante. Si no está en la cabeza, no está en el papel, si solo queda una
vaga impresión, entonces seguro que no importa.
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