"Toda la vida del alma es un movimiento en la penumbra.
Vivimos en un titilar de la conciencia,
nunca seguros de lo que somos o de lo
que suponemos ser".
Caminas por las calles y lo haces sin importarte si es de día o de noche. No tienes sensación de peligro. Entras en el primer colmado con el que te cruzas solo porque necesitas aflojar la marcha y alargar el tiempo en esta travesía sin puerto definido. Al entrar, el olor a fruta madura, a desinfectante y a orín te revuelve las tripas, te entra la basca y aprietas el paso para salir y que el aire sucio de la calle borre la angustia del vómito contenido.
Sigues caminando, sin prisa y te paras frente a los
escaparates cerrados sin ver nada, aunque de vez en cuando es tu propio reflejo
el que te llama la atención. Y mueves los brazos, ahora el derecho, después el
izquierdo, te saludas, inclinas la cabeza para decirte adiós y seguir tu camino
hacia ninguna parte.
Pero caminas y de esa manera pasan los días, te desprendes
de todo, de casi todo, guardando tan pocas cosas que te vuelves liviano y una
especie de borrachera te hace seguir, caminar sin prisas, sin parar nunca, como
si así pudieras libertarte de las bestias y del miedo. Te estremeces porque te sientes, por primera vez,
más tú que nunca y la vida te parece suspendida de tus pies, de tus ganas de
seguir aunque sabes que estás en mitad
de un paréntesis, demasiado emocionado, demasiado transparente y que los ojos
del hurón siguen vigilando para morderte en cuanto te detengas.
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