"La vejez empieza cuando los recuerdos pesan más que las esperanzas".
Una de las cosas que más me impresionó cuando hace unos años pasé un
tiempo en Delhi no fue, como muchos me habían advertido, el olor fétido de la
ciudad, ni la ingente cantidad de niños que vagaban a todas horas del día
mendigando cualquier cosa, fue algo mucho más extraño e inesperado. Al
anochecer, las calles se llenaban de personas que caminaban y caminaban.
Entrada la medianoche, la ciudad continuaba bullendo y cientos de personas
continuaban arrastrando los pies como si buscaran un destino loco que se les
escapara a cada paso. Al final del día, los parterres, algunos soportales, y
los bajos de los puentes que cruzan las modernas autovías de la ciudad, se
convierten en improvisados dormitorios. Entonces, una empieza a sospechar que la gente
vive en la calle y que aquellas casas con las que se cruza son un mero atrezzo
urbano.
Cuando llevaba allí algunas semanas, charlando en un mal chapurreado
inglés con el camarero de un pequeño café cercano al lugar en el que me alojaba,
descubrí que aquellas largas marchas que se sucedían por la ciudad, y aquellas
camas arrancadas a las aceras, encerraban poco de secreto y mucho de necesidad. En
Delhi la gente vive, pero sobre todo trabaja. Son los extrarradios de la ciudad
los que la nutren de miles de trabajadores; y cada día, gracias a ellos, al
amanecer, Delhi renace inquieta, viva. Pero las distancias en aquella ciudad,
como en casi todas en la India, son tan tremendas y los salarios tan escasos
que no hay una rupia que perder en el transporte público. Por eso no son pocos
los que pasan la mitad de la noche caminando para llegar a casa y la otra mitad
para volver a su puesto de trabajo. Existen otros, quizá con menos fortuna que
aquellos que caminan, que al caer el sol convierten los recovecos de la ciudad
en improvisados cuartos en el que pasar la noche antes de volver a trabajar.
Delhi es un sinfín de vida. Quizá no de la mejor calidad a los ojos de
una europea acomodaticia, pero sí de una vida auténtica, dura y sorprendente.
Ayer, después de una siesta impresionante, y con más pocas que muchas ganas, fui al cine. Alguien me había hablado de una película que se
estrenó hace apenas unas semanas, que valía la pena ver. “The lunchbox”. La opera prima del director Ritesh
Batra.
Bombay (Mumbai) es una ciudad mayor aún que Delhi. De hecho cuenta
con más de veinte millones de habitantes que, al igual que Delhi, abarrotan la
ciudad. La historia de “The
luchbox” transcurre en
Mumbai, una ciudad en la que las esposas preparan en casa la comida para sus
maridos, y un servicio de repartidores de fiambreras, los dabbawallash, las
lleva a sus lugares de trabajo para que coman caliente. El servicio de reparto
está tan absolutamente perfeccionado, mediante un sistema de código de números
y colores, que es prácticamente imposible que, dentro del caos que supone el
transporte de cientos aquellos miles de fiambreras arriba y debajo de la ciudad,
alguna acabe donde no corresponde. Este fenómeno ha sido estudiado por la
Universidad de Harvard que concluyó que solo una de cada millón de fiambreras
entregadas llegaba a un destinatario equivocado.
“The lunchbox” es la historia de esa fiambrera que va a parar
donde no toca, y cambia la vida de Lia,
una decepcionada ama de casa, y de Saajan
Fernandes, un hombre viudo, hosco, a punto de jubilarse, que ha convertido
la rutina de su vida laboral en el eje de su vida. Una relación que se inicia y se sostiene, para alivio de ambos,
mediante el cruce de notas que guardan cada día entre los platos de la
fiambrera que cruza la ciudad. Notas que dan la vuelta a la vida de dos
personas desconocidas como si de un calcetín maltrecho se trataran, que salvo un giro del destino al que ellos dobleguen, no
llegarán a cruzarse jamás. Notas
de papel que liberan de la prisión del día a día tedioso, que permiten volver a
soñar, recuperar la esperanza en la vida. Y es que, en ocasiones, el tren
equivocado nos puede llevar al destino acertado.
Los detalles técnicos, el desarrollo narrativo, la soberbia
interpretación de los dos protagonistas, interpretados por Irrfan Khan (Saajan Fernandes) y de Nimrat Kaur (Ila), se la dejo a otros que, a buen
seguro, lo harán mejor que yo, y aquí limitarme a decir que es una película
absolutamente deliciosa.
Ahora debería dar alguna explicación sobre porqué empecé hablando de
Delhi y termino hablando de una película como “The lunchbox” y la razón (salvo que un abarrotamiento me llevó a otro), en realidad, no
existe, es simplemente que a veces, como casi siempre, se me amontonan las
cosas en la cabeza y yo no tengo un buen sistema de reparto, ni de
encajonamiento para pensamientos absurdos.
En todo caso, no se la pierdan, la película, (en versión original, claro), va a durar menos y nada en cartelera.
En todo caso, no se la pierdan, la película, (en versión original, claro), va a durar menos y nada en cartelera.
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