Eramos yo y el mar.
Y el mar estaba solo y solo yo.
Uno de los dos faltaba.
El último domingo de agosto disfrazó el
atardecer de un rojo desmayado. La tarde, agotada, empezó a decaer mientras
un velero desaparecía por la línea del horizonte buscando prolongar el final de
un tiempo que se agotó en sí mismo. Nada
detiene el tiempo, ni el volar de los cormoranes que sobrevuelan el acantilado desde
el que la vida se exhibe frente a los mortales. Conté con los dedos de la mano y
se me nubló la cordura.
El tiempo transcurre de un modo fulminante y el recuerdo se
transforma en algo tan difuso que el miedo al olvido enfría el sudor en una
tarde de un bochorno atroz. Todo se agota. Y mañana, quizá mañana, mientras
intentamos descubrir quién es el anciano
sorprendido que nos devuelve el espejo, el rojo de ese atardecer que un día vivimos
nos consuele de todo lo que desapareció sin apenas dejar rastro. Evocar el pasado como una manera de volver a vivir. El ayer convertido en un momento
intimo y personal donde todo se confunde y no existe más realidad que la que construyes bajo la luz de un atardecer que solo ha desaparecido en el calendario.
El problema empieza cuando no te reconoces en el espejo.
ResponderEliminar