lunes, 8 de septiembre de 2014

CORMORANES



Eramos yo y el mar. 
Y el mar estaba solo y solo yo.
Uno de los dos faltaba.


El último domingo de agosto disfrazó el atardecer de un rojo desmayado. La tarde, agotada, empezó a decaer mientras un velero desaparecía por la línea del horizonte buscando prolongar el final de un tiempo que se agotó en sí mismo.  Nada detiene el tiempo, ni el volar de los cormoranes que sobrevuelan el acantilado desde el que la vida se exhibe frente a los mortales. Conté con los dedos de la mano y se me nubló la cordura.

El tiempo transcurre de un modo fulminante y el recuerdo se transforma en algo tan difuso que el miedo al olvido enfría el sudor en una tarde de un bochorno atroz. Todo se agota. Y mañana, quizá mañana, mientras intentamos descubrir  quién es el anciano sorprendido que nos devuelve el espejo, el rojo de ese atardecer que un día vivimos nos consuele de todo lo que desapareció sin apenas dejar rastro. Evocar el pasado como una manera de volver a vivir. El ayer convertido en un momento intimo y personal donde todo se confunde y no existe más realidad que la que construyes bajo la luz de un atardecer que solo ha desaparecido en el calendario.


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