Las olvidé
porque todo se olvida; pero al acordarme de ellas,
hallo más profunda la
impresión que me causaron
Las historias de cuernos siempre
han sido algo que ha interesado mucho. No es preciso que sean los de nadie
famoso para que el personal se entusiasme al conocer que fulano o zutana, en un
ardor guerrero de bajo vientre, un apasionamiento desmedido, o cualquier otra
cosa que remueve las entrañas, ha coronado cual reno de Papa Noël a su,
llamemos, pareja oficial. Sin embargo, un morbo extraño se genera cuando es
una pareja de famosos los que se encuentran en esa embarazosa situación de
infidelidades y una de las partes, despechada hasta decir basta, opta por
ventilarlo todo a los cuatro vientos, como una especie de cruel venganza y
desahogo, colocándose en la momentánea situación de víctima desgraciada y a la otra, en la de verdugo desalmado. En el caso de los famosos, si el tristemente
cornamentado obtiene unos buenos réditos por ello, pues miel sobre hojuelas,
que diría aquel.
Esta pasada semana, la ex primera
Dama de Francia, Sra. Valerié Trierwieler, ha sacado al mercado un libro en el que
pone a caer de un burro, personal y políticamente hablando, a su ex compañero
sentimental François Hollande después de una ruptura bruñida al socaire de los
romances del Presidente con una guapa y joven actriz de cine. Nada nuevo bajo
el sol, el despecho, en ocasiones provoca estas cosas, odios y venganzas que
con el tiempo se olvidan pero que momentáneamente colocan a ambas partes en la
picota del cotilleo y la maledicencia.
El caso de Trierwieler, mujer
ofendida y enfurecida, donde las haya, es de los más típicos. Poder llama a poder,
ambición llama a ambición, y en este caso, el desplazamiento de quien se ha
sentido irreemplazable provoca reacciones desmesuradas y a que nos cuestionemos incluso la inteligencia de quien se creyó especial por pescar lo que pescó, aun sabiendo lo que pescaba. La misma
periodista, ahora tremendamente crítica con su ex amor, ocupó el corazón de
Hollande (emparejado por entonces con Ségonolè Royal) del mismo modo por el que
ahora, años más tarde, ha sido desplazada. “Quien a hierro mata, a hierro muere”, los
refranes existen por algo, y el bagaje personal de cada uno, su propio pasado,
es ya una avanzacilla de cómo puede ser el futuro próximo.
No deja de ser curioso el nombre
con el que la cariacontecida y enardecida Trierwieler, con el olor de la carne
expuesta al gran público, ha bautizado a su criatura “Merci pour ce moment”
("Gracias por ese momento"), porque una, después de conocer el contenido del
libro (gracias a las cientos de notas que aparecen en la prensa), no puede
menos que pensar que el momento que agradece al Presidente no es el que con él
vivió en el pasado, sino el momento de gloria que con esta venganza feota le va
a proporcionar ahora durante semanas. Pero estas glorias son tan efímeras como
los romances que antaño colocaron a sus protagonistas en las cotas del
populismo de bragueta. Y es que mañana, cuando vuelva la calma y las braguetas
se consuelen en nuevos ribazos, la gente sólo recordará lo en evidencia que se
puso una mujer que no supo poner fin, con dignidad y señorío, a una relación
que estaba tocada por sus partes más húmedas.
Se equivoca Trierwieler si cree
que con ello va a perjudicar a Hollade. Francia es Francia, y los cuernos no
son más que una anécdota, incluso graciosa para aquellos que son ajenos a la
relación. Y en este momento, y mañana también, lo que va a quedar en el
recuerdo, por un lado, es el retrato de
la ahora denostada, como una mujer histérica, descontrolada, vengativa e
incluso infantil que, como en la fábula de las uvas y la zorra, cuando no llega
dice que están verdes (como si no lo supiera cuando se dedicó a intentar
comérselas). Y por otro lado, la de un
tipo feo como un cazo, aparentemente soso, insustancial y variable (como
aquella “donna” de la que decían era “mobile”), al que las mujeres se rifan
pese a todo lo burdo y despreciable que algunas de las que pasaron a su vera dicen que es, y
por el que, pese a ello, acaban poniéndose en
evidencia como unas chonis cualquieras, por muy de Chanel que se vistan.
La infidelidad es tan antigua
como la existencia del ser humano y eso, hoy en día, no tiene más trascendencia
que la que tiene entre la propia pareja y su círculo más cercano. Lo demás, letras para entretener. Y es que la
ropa sucia, se lava en casa. Alguien debería regalarle a un refranero a
Trierwieler y advertirla que la ambición mal llevada es muy chunga.
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