martes, 2 de septiembre de 2014

DE INTERESES DIFUSOS


A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar,
pero el mar sería menos si le faltara una gota.


En la práctica totalidad de los ordenamientos jurídicos de lo que llamamos el "Primer Mundo" se contempla como uno de los principios generales del Derecho el del “interés del menor”. Y dicho principio, que todo el mundo menta pero nadie llena de contenido, es tan general que las discusiones que se suscitan sobre el mismo y sobre su alcance llenan kilos de papel que, casi siempre, acaban en pronunciamientos difusos que nada aclaran.

En todos los países de nuestro entorno, cualquier persona civilizada tiene claro que un niño tiene derecho a crecer y educarse en un ambiente sano, adecuado, respetuoso, con afecto, y a poder desarrollarse sin influencias perniciosas. Cualquier decisión que deba tomarse en relación a los niños debe de adoptarse teniendo en cuenta su interés, y no el de los adultos que les rodean. Es su interés, el de estar personitas en pleno desarrollo y de configuración de su personalidad, el que debe estar por encima de cualquier otra cosa, y la responsabilidad de que eso sea así recae, en primera instancia, en su familia, en concreto en sus padres. Ellos deben tomar las decisiones en nombre de su hijo menor, y deben hacerlo porque por capacidad, madurez, o incluso por imposibilidad legal, el niño no puede hacerlo por sí solo. Eso y no otra cosa es la responsabilidad parental.

Nadie dijo que tomar decisiones por y para otro fuera sencillo, y en el caso de los padres tampoco lo es. Como tampoco dijo nadie que los progenitores fueran seres perfectos, como tampoco lo son los ordenamientos jurídicos que se llenan la boca de principios generales de contenido difuso. Pero aun así, pese a la dificultad que pueda entrañar el ordenar la vida de otro ser que está en desarrollo y que depende de un tercero con el que puede tener intereses incluso opuestos, hay algo que está por encima de muchas cosas, y ese algo es el derecho a que los niños vivan en paz, tranquilos, sin desasosiegos que no les corresponden. Tienen su propio derecho a vivir de un modo digno, en un entorno en el que se les quiera, se les proteja, se preserve su vida, su integridad física y psíquica y, desde luego, su libertad.

No son pocas las ocasiones en las que los adultos escamoteamos mil razones e inventamos mil argumentos para adoptar, para ellos y para nosotros mismos, las decisiones, las soluciones, que nos compliquen menos la vida; las que nos satisfagan más nuestro propio interés aunque al niño que nos acompaña lo hagamos trizas con ello. Nadie examina a quien un día decide concebir un hijo. Nadie le somete a una valoración de sus capacidades, de su moralidad, ni sobre su adaptación al medio social en el que viven. Y así nos encontramos con personas que agreden directa o indirectamente a sus hijos o a los de los demás; que atentan contra la libertad e integridad sexual de nuestros niños; que les infunden el odio desde que no levantan más de un palmo del suelo; que les arman o los utilizan como escudos para sus barbaridades; que les imponen concepciones religiosas que ponen en peligro su vida, su salud y su futuro. 
Nadie dijo que tener hijos fuera fácil, como tampoco lo es mantener una sociedad sana. Pero eso nos toca a todos, a cada uno de nosotros, el intentar que así sea.
Debemos alejar a los niños de aquello que no les pertoca vivir, debemos concienciarnos que tienen su propia vida y que nosotros no somos más que un instrumento que debe ayudarles a convertirse en adultos que en el futuro tomarán sus propias decisiones, y debemos ser conscientes de que cualquiera de las que nosotros tomemos por ellos formará parte ya de su mañana. Esa es nuestra labor fundamental. 



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