A veces sentimos que lo que hacemos es tan solo una gota en el mar,
pero el mar sería menos si le faltara una gota.
En la práctica totalidad de los ordenamientos jurídicos
de lo que llamamos el "Primer Mundo" se contempla como uno de los principios
generales del Derecho el del “interés del menor”. Y dicho
principio, que todo el mundo menta pero nadie llena de contenido, es tan general que las
discusiones que se suscitan sobre el mismo y sobre su alcance llenan kilos de papel
que, casi siempre, acaban en pronunciamientos difusos que nada aclaran.
En todos los países de nuestro entorno, cualquier persona
civilizada tiene claro que un niño tiene derecho a crecer y educarse en un
ambiente sano, adecuado, respetuoso, con
afecto, y a poder desarrollarse sin influencias perniciosas. Cualquier
decisión que deba tomarse en relación a
los niños debe de adoptarse teniendo en cuenta su interés, y no el de los
adultos que les rodean. Es su interés, el de estar personitas en pleno
desarrollo y de configuración de su personalidad, el que debe estar por encima de
cualquier otra cosa, y la responsabilidad
de que eso sea así recae, en primera instancia, en su familia, en concreto
en sus padres. Ellos deben tomar las decisiones en nombre de su hijo menor, y deben
hacerlo porque por capacidad, madurez, o incluso por imposibilidad legal, el niño no puede hacerlo por sí solo. Eso y no otra cosa es la responsabilidad parental.
Nadie dijo que tomar decisiones por y para otro fuera
sencillo, y en el caso de los padres tampoco lo es. Como tampoco dijo nadie que los
progenitores fueran seres perfectos, como tampoco lo son los ordenamientos
jurídicos que se llenan la boca de principios generales de contenido difuso. Pero
aun así, pese a la dificultad que pueda entrañar el ordenar la vida de otro ser
que está en desarrollo y que depende de un tercero con el que puede tener intereses incluso opuestos, hay algo que está por encima de
muchas cosas, y ese algo es el derecho a que los niños vivan en paz, tranquilos, sin desasosiegos que no les corresponden. Tienen su propio derecho a vivir de un modo
digno, en un entorno en el que se les quiera, se les proteja, se preserve su
vida, su integridad física y psíquica y, desde luego, su libertad.
No son pocas las ocasiones en las que los adultos
escamoteamos mil razones e inventamos mil argumentos para adoptar, para ellos y para nosotros mismos, las
decisiones, las soluciones, que nos compliquen menos la vida; las que nos satisfagan
más nuestro propio interés aunque al niño que nos acompaña lo hagamos trizas
con ello. Nadie examina a quien un día decide concebir un hijo. Nadie
le somete a una valoración de sus capacidades, de su moralidad, ni sobre su
adaptación al medio social en el que viven. Y así nos encontramos con personas
que agreden directa o indirectamente a sus hijos o a los de los demás; que atentan contra la libertad e
integridad sexual de nuestros niños; que
les infunden el odio desde que no levantan más de un palmo del suelo; que les
arman o los utilizan como escudos para sus barbaridades; que les imponen concepciones religiosas que ponen en peligro su vida, su salud y su
futuro.
Nadie dijo que tener hijos fuera fácil, como tampoco lo es mantener
una sociedad sana. Pero eso nos toca a todos, a cada uno de nosotros, el intentar
que así sea.
Debemos alejar a los niños de aquello que no les pertoca vivir,
debemos concienciarnos que tienen su propia vida y que nosotros no somos más
que un instrumento que debe ayudarles a convertirse en adultos que en el futuro
tomarán sus propias decisiones, y debemos ser conscientes de que cualquiera de las que nosotros tomemos por
ellos formará parte ya de su mañana. Esa es nuestra labor fundamental.
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