«Cuando terminó hizo un rollo con sus papeles y los introdujo en el tubo neumático.
Habían pasado ocho minutos. Se ajustó las gafas sobre la nariz, suspiró
y se acercó el otro montón de hojas que había de examinar.
Encima estaba el papelito doblado. Lo desdobló; en el había escritas estas palabras
con letra impersonal: Te quiero.»
George Orwell
He
pasado buena parte del día corrigiendo y volviendo a corregir parte de los capítulos
de un trabajo en el que participo. Al mediodía, un descanso y, después de comer,
vuelta a empezar. Puedo contar no menos de cinco borradores y aunque ninguno me
satisface del todo, el tiempo apremia y no puedo seguir demorando más la
entrega. He intentado hablar con él, pero nunca está cuando le busco. Su teléfono
está apagado y dejarle mensajes no sirve de nada, jamás los escucha. Pero necesidad
apremia y como una acosadora sin igual, insisto una y otra vez, hasta que mi móvil
saca humo y el suyo también.
Consigo
que me dedique parte de la tarde y aunque me mata la impaciencia, hemos
discutido durante un buen rato sobre las bondades del café. Desde que lo
sustituyó por el rooibos, su descreimiento sobre las gracias de nuestro antaño
común brebaje no hace más que aumentar por días. Lee mis notas, mueve la cabeza
y bosteza. Nunca se ha molestado por esconder lo que le aburre y en este caso,
está claro que lo que ahora tiene ante sus ojos le parece un fastidio. Recoge
los papeles, los coloca en el portafolio de plástico y lo empuja con cuidado hacia mí. Habla
del tiempo, de la necesidad de que poden a conciencia todos los plátanos de esta ciudad que terminarán por matar a alguien con ese polen y esos troncos
envenenados. Esa es una gran verdad. Sólo cuando le pregunto directamente con
un desesperado “pero, ¿piensas decírmelo ya?”, se rasca la barbilla y con un “vuelve a
empezar” se queda más ancho que largo. Me quedan veinticuatro horas y algo habrá
que hacer, y ese algo es “volver a empezar”.
De
camino a casa maldigo mi sombra, el portátil, la falta de tiempo, la espesura que me tiene
agobiada desde el viernes pasado y la sinceridad de algunos, aunque sé que esto
último es lo mejor que le puede pasar a cualquiera. La verdad escuece pero no
mata.
Paso
por delante de dos colegios electorales, en la puerta gente haciendo cola, interventores pelando la pava entre ellos, y periodistas persiguiendo sus "israelitas". Entro
en un colmado y me abastezco. Compro una botella de cola, litro y medio; una
revista de viajes y una barra de pan. Los domingos siempre han sido raros y éste,
apretado por las premuras de las obligaciones, no iba a ser menos. Ahora faltan
los resultados electorales, que mis dos capítulos ganen decencia, que la cola
se desbrave y que me sepa presente.
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