No hay ninguna mentira que no tenga un núcleo de verdad.
Solamente hace falta saber escuchar.
J.M Coetzee
Por lo general soñamos cosas que
se olvidan al despertar pero a veces quedan ahí sin terminar de marcharse; sueños que
nos hacen vulnerables porque sabemos que no son como los otros, porque en ocasiones adelantan y que por eso mismo desconciertan. Durante una época, eso me ocurría a mí. Se
lo conté y no me creyó.
Puede que por eso mismo dejara de explicarle este tipo de cosas y que me
limitara a contestarle, cuando me preguntaba con sorna sobre qué había soñado,
que no lo recordaba. Desde entonces ha llovido mucho, el planeta ha dado unas
cuantas vueltas y la vida va pasando el borrador a lo viejo para dejar espacio a lo nuevo. Por eso casi le
había olvidado, apenas era un recuerdo, hasta un día que sin venir a cuento empecé
a soñarle. La primera noche apareció de pie en mitad de una calle vacía, mirando a ambos lados, buscando
cobijo para que la lluvia no le empapara. Cuando me desperté, el primer sol de
la mañana hacía vanos intentos por salir y una espesa cortina de agua empezó a
barrer la ciudad. Así era todo al
principio, cosas sin importancia que al poco olvidaba. A las semanas volvió aparecer, su aspecto era exactamente el mismo, iba empapado y comenzó a recitar, como una letanía, que había cambiado de trabajo; que ahora vivía a mil kilómetros de aquí; que su hija, su dulce y amorosa hija, le
había abandonado; y que entre sus muchos pesares estaba la distancia del
silencio. Aquella mañana, mientras tomaba el primer café, anoté aquel sueño
extraño y después intenté olvidarlo. Pero el inconsciente es tozudo y no pasó demasiado
tiempo hasta que volvió de nuevo. Pude
verle frente a un muro, con los hombros gachos, preguntándose en qué momento fue a parar ahí, le vi dibujar
sobre la arena un ancla de la playa y mirar al infinito sin ver absolutamente
nada. Creo que esa fue la última vez apareció. Fueron sueños extraños que no
venían a cuento de nada pero por los que me abrumó la responsabilidad.
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