Llegó a Barcelona hace 10 años, cargando un bolso con cuatro vestidos y un alma llena de pena. Sus hijos, apenas 6, 7 y 9 años. Le ha costado un mundo traérselos con ella, un mar de lágrimas, muchas noches sin dormir. Ahora cuando, por fin, ha conseguido tenerlos cerca, se han convertido todos en unos desconocidos. De poco han servidos las escapadas al teléfono los domingos por la tarde, de poquito más, las penurias económicas, la soledad, la humillación mil veces soportada. No se reconocen. Y las lágrimas que ayer eran por la ausencia de las personas a las que más quería, hoy se han convertido en lágrimas por ver que teniéndolos tan cerca, ya los ha perdido. Ella, que cada día los veía en su cabeza, los oía en su corazón, y los cuidaba desde la lejanía, cree que todo lo ha hecho mal. Los quiere con locura y esta locura es la que le permitía cada día levantarse de la cama. Sin embargo hoy, está triste, triste y sin consuelo, no reconoce a aquellos niños que un día la necesidad la obligó a dejarlos en su Ecuador natal. La miran con reproche, le pregunta una y mil veces que a que han venido a este país. Se sienten fuera de lugar, echan de menos su tierra, a sus amigos, y su madre no es más que una señora que desapareció cuando eran unos niños, dejándoles en su mundo enano y de necesidad. Hoy, con su casa llena de gente, se siente sola, muy sola.
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