Al entrar, dejo el bolso en el suelo y corro hacia la habitación como alma que se lleva el diablo. Por el camino me quito los zapatos, empujándolos por el talón, sin aflojar los cordones, con prisa y desoyendo la cansina voz de mi conciencia que me avisa de que esa es la manera más rápida de estropear mi mejor y único par de zapatos. Ya casi nadie utiliza zapatos con cordones.
Sin
quitarme el abrigo, me meto en la cama, me cubro hasta la cabeza y me convierto
en un bulto sospechoso, temblón, que no tiene intención de abandonar el metro cincuenta cuyo flanco izquierdo ocupo, aunque declaren la tercera guerra mundial en los próximos
treinta minutos.
Las
pezuñas de Dalhman rondan por los pies de la cama, mullendo con sus pequeños y
elegantes pasos la colcha rellena de un simulacro de pluma eslava. Ronronea y con el hocico intenta abrirse paso por
el cabecero y tomar posesión del espacio hueco que forman mis piernas dobladas.
El gato también tiene frío y anda falto de mimos estos días.
Escondo
las manos entre las piernas; el gato se enrosca sobre sí mismo y guarda la
cabeza entre sus patas. Dos bolas de tamaño dispar.
Mañana irá todo a la colada, gajes de perderse por parajes fríos y oscuros. Pero ahora es hora de dormir y ni yo, ni el gato, se lo vamos a contar a nadie.
Despues de leerte, yo tambien voy corriendo a la mía. Que gusto ¡¡¡¡
ResponderEliminares que ese frío inicial de la cama nos hace retráctiles! hasta que no pasan unos segundos somos como bichos de bola.
ResponderEliminarSí,sí, un gusto genial Bronte :)
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo Raúl
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