Sábado. No sé cómo organizar el tiempo.
Las cosas pendientes, las que me apetecen, me sobrepasan. Procuro terminar
rápido lo doméstico para poder sentarme frente a mi mesa, mis cosas y aparco
los compromisos para más allá de la caída del sol.
Pocas veces lo consigo y siempre acabo
jurándome que no volveré a listar nada, que dejaré que las cosas vengan como
vengan. Este juramento permanentemente incumplido forma parte, también, de esa
desorganización organizada en la que entierro los sábados.
Me siento en la cocina a tomar una taza de café bien caliente. Hace mucho frío y he pasado un par de horas arrancando hojas muertas, intentado enderezar los jazmines desvanecidos, cabizbajos, casi agónicos. Por la ventana, entra la luz pálida, mortecina, del casi invierno de esta ciudad. La humedad nos reblandece los huesos.
Mientras me caliento las manos,
sujetando el tazón, me lee, ajustándose la montura sobre el puente de la nariz,
las últimas noticias de la infamia política.
Su pelo está casi blanco, o casi
negro, según lo optimista que uno se levante ¿Cómo puede tener un cabello tan
firme a estas alturas? Me coge la taza y, con el primer sorbo, arruga la nariz,
demasiado azúcar, lo sé. La primera taza que compartimos fue de plástico con el
logotipo de una compañía aérea.
Vuelve sobre sus pasos, los escasos
que separan la cocina de la que hoy es su mesa, mi mesa; su silla, mi silla;
sus libros, mis libros. Arrastra un poco los pies, sólo un poco más que hace
algún tiempo.
Puede que mañana ponga una cucharilla
de azúcar menos en mi café. Pero mañana es domingo. La luz se desvanecerá a través
de los cristales empañados. La desorganización organizada continuará por unas
horas, pero no arrugará la nariz. Mañana será mañana. Sus libros ya no serán
mis libros, ni su silla la mía.
Puede que mañana, o tal vez pasado,
robe una taza con el logotipo de un avión más que viejo, y que el próximo
sábado, si el desorden organizado nos lo permite, se la regale mientras se
recoloca las gafas y blasfema contra el mundo.
No sé, Anita. Enderezar un jazmin, ahora mismo. está tipificado como delito, es anti natura, sencillamente se rompen.
ResponderEliminarBuen relato.
Un abrazo.
Lo del café me presta.
en esa desorganización organizada subyace todo un equilibrio, quizás no propicie muchas sorpresas agradables, pero las desagradables te las ahorras, oye. no está nada mal.
ResponderEliminarKenit, es cierto, los jazmines se tronchan, no hay quien los enderece.
ResponderEliminarBss
Ese siempre es un buen ahorro, el de las sorpresa desagradables :)
ResponderEliminarBss