Mi testigo es el cielo vacío
Si digo que lo mío es un puro fiasco, aparecerás en modo
entusiasta, optimista detestable, e intentarás hacerme creer no es así, que mi
vida está llena de logros personales, profesionales y, por qué no,
sentimentales. Y no me quedará más remedio que sonreír de medio lado, con
cierta condescendencia incluso, y consolarte de tu naturaleza de campante inasequible
al desaliento, de tu incapacidad para
comprender nada de lo que digo y, desde luego, mucho menos de sentir la
fragilidad en la que la vida se envuelve.
He hecho muchas cosas bien y otras tan rematadamente mal
que la balanza se compensa. Es la poética del fracaso, porque fracasar,
arruinarse uno mismo sabiendo que no habrá mañana, ni brazos que te salven más
que los suyos propios, es sólo una filosofía de vida que te mantiene a flote
por el contrapeso de unos platillos que en ocasione se llenan de pesar y en
otras de complejos estados de estúpida y efímera felicidad.
En unas semanas viajaré a Nueva York en busca de un
puente permanentemente imaginado en el que sentarme, fumar un cigarrillo
mientras me masajeo los tobillos y tararear anticuados boleros. Es un plan
perfecto que a tus oídos, acomodaticios, suena chalado, pretencioso y sé, por
el modo en que me miras mientras pronuncio la palabra Nueva York alargando las
vocales que la forman, que crees que estoy perdiendo el juicio.
Veo tu rostro, ya no eres tan joven. Se ve que
envejecerás mal, con esa sonrisa bobalicona que cuelga de tus labios cada vez
que hablas de tu máxima preocupación.
¡Qué ironía! Pienso en un pez que se muerde la cola, en
la cantidad de veces que repetiste que la madurez es complicada, en lo poco que
hiciste, pese a tu optimismo desmedido, para salvarte de una vida más que
desesperada, oculta, incluso de ti mismo.
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