Un hombre debe vivir el presente y
¿qué importa quién eras la semana pasada, si sabes quién eres hoy?
Aparcó
la camioneta junto al almacén. Subió la ventanilla y encendió un cigarrillo. Hacía
tanto frio que el cristal empezó a cubrirse hasta ocultarnos de cualquiera que
pasara cerca. Alargué el cuello hasta verme claramente en el retrovisor, aproveché
para repasarme los labios esperando que empezara a hablar, ni que fuera de lo
intenso del frio, de que este año sería el primero de bonanza, de cualquier
cosa aunque ninguna fuera cierta del todo. Así
que estiré el cuello, quizá un poco más de lo necesario, pero quería llamar su
atención, que me sujetara la cara entre sus manos y convirtiera mis labios en
un borrón. Pero con la mano libre agarraba el volante con fuerza. Los nudillos se le empezaron a poner blancos y
pensé que, si mantenía la presión, los huesos le traspasarían la piel y su
mano parecería una prolongación de las montañas rocosas que habíamos dejado
atrás.
No
dijo nada, volví a mirar al frente esperando no sabía bien el qué. No dijo
nada, apenas un “nos vamos”. No hizo falta más. Ya no había nada que arreglar y
volví a recordar cuando semanas antes, en la misma carretera, volviendo de Hoppeck,
noté el apremio de sus dedos en mi rodilla y deseé ofrecerme a él aunque fuera
en el suelo sucio y vulgar de su camioneta con los cuerpos apenas iluminados por la palidez de
un invierno que tardaría en marcharse.
Algo
había cambiado. Intenté matar los kilómetros de carretera solitaria pensando si
en realidad no sería un alivio, casi una alegría, volver a casa y olvidarme de
lo que fui a hacer allí. Nos cruzamos con un par de coches y pensé que en cada
uno de ellos viajaban dos locos camino del sanatorio, o de un motel de
carretera.
No
recordaba la primera vez que le dije mi nombre, el de verdad, puede que fuera
el día que con el dedo índice resiguió la carrera de mis medias y besó mis
muslos como si de ese modo los puntos pudieran volver a unirse.
Continuó
conduciendo, faltaba una hora para llegar a casa. Pegué la cara en la
ventanilla, miré los abetos y tuve ganas de bajarme de un salto, cruzar la
ciénaga y perderle de vista.
Encendí
un cigarrillo, conecté la radio y escuché las noticias de la BBC.
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