"Me asombra el mundo cada vez más, y los niños
y la nieve me asombran; pero la sonrisa es verdadera,
como el camino, ni dócil, ni servil".
Las seis es la hora de salida,
las seis es, casi siempre, la hora de llegada. Esta tarde, a las seis en punto,
les cierro la puerta del coche para comenzar la vuelta a casa, mil doscientos
cincuenta kilómetros, dos países por cruzar y unos cuantos meses por delante, son una distancia brutal,
en todos los sentidos, sobre todo cuando tu estatura no pasa del metro treinta
y tu vida gira alrededor de los tuyos.
A los primeros lamentos, intento
quitarle hierro al tema, decirles que aquí también vamos a la escuela y
trabajamos, que no estamos siempre de fiesta, que las verbenas de San Juan y San Pedro solo
se dan una vez al año, que los Reyes vienen sólo en navidad, que no siempre
vamos de casa en casa, de salto en salto y que no siempre las cosas son así de
divertidas. Les aseguro que, aunque no lo crean, hay muchas cosas por las que,
pasadas las vacaciones, uno tiene que volver a casa, a su casa, por ejemplo:
los amigos, los paseos en bici, las clases de clarinete, sus cosas. Pero seguir
insistiendo es absurdo cuando escuchas, en primera persona y sin ningún tipo de complejo, que todo eso que les dices es así, pero que
su familia, sus tías, sus primos, su abuela, están aquí y que ellos quieren
quedarse aquí, forzando al máximo esa última -í-.
Con las siguientes protestas y antes de que la cosa pase a
mayores y que asistamos a un amotinamiento que ni sus padres puedan controlar, insisto en que la vida de aquí es igual que allí, solo que aquí todo
es más grande, pero nada más. Que nosotros estando aquí, o allí, seguimos siendo de los suyos y que el tiempo, el espacio, no importan tanto desde que tenemos skype (una herramienta casi siempre chorra, pero que alivia lo suyo). Les aseguro que los animales del zoo seguirán en
el mismo sitio cuando llegue el mes de julio, que volveremos a cocinar y que
tenemos que darnos un descanso, un descanso entre locos chiflados, para no empacharnos los unos de otros, sobre todo para que ellos no se empachen de nosotros.
No consigo convencerlos, pero la
resignación hace milagros. Que sean más bajitos que yo y que les multiplique
por muchísimo los años, no los convierte en tontos, sólo son más pequeños,
faltos de experiencia y limpios de malicia.
Se les hace difícil marchar, y a mí (a
nosotros), que se marchen, por eso ya no alargamos las despedidas, y nuestros
adioses son cada vez más cortos. Tiro del cinturón de seguridad para comprobar
que está bien anclado y cierro la puerta con una sonrisa que se me cae por los
costados.
Ya no cabe más que mirar hacia delante y esperar una llamada, quizá un mensaje, dentro
de doce horas, para aliviarnos de la espera de la llegada a casa, a su casa,
mientras la nuestra queda, desde ya, un poco más vacía.
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