martes, 15 de julio de 2014

DANDO TUMBOS


"Volvió a aflojársele el interés. Bebió más ginebra."


En el cajón encuentro una biblia y una flecha que apunta a la Meca.  En la habitación, además de tres camastros hay un cuadrito de Buda que decora la estancia que el sol calienta hasta convertirla en un horno. Es la única habitación que encontramos en Fanishwi, en el único hotel de todo el pueblo. No es más que una pensión de tres al cuarto pero nos parece una mansión después de días combinando trenes, estaciones y aeropuertos maltrechos. Va a hacer su función, peor que mejor, pero su función a fin de cuentas. Un techo, un camastro y un rincón donde aparcar las botas. No tiene baño, lo compartimos con los dueños de la casa y con algunos inquilinos que descubrimos tumbados en las hamacas de sus cuartos abiertos a los cuatro vientos. Son trabajadores del ferrocarril según deducimos, aún no sé cómo. Somos los únicos extranjeros y eso nos da el privilegio de contar con una llave para poder cerrar el baño cuando queramos usarlo.

A la caída del sol, cuando parece que el calor empieza a dar un poco de tregua,  salimos a la puerta de la calle. Nos invitan a un refresco que aceptamos por cortesía y con la seguridad de que si lo tomamos estaremos estomacalmente muertos. Nos ofrecen unas sillas de enea, como si estuviéramos en cualquiera de nuestros propios pueblos, y entre ellos se ríen sin que entendamos nada. Nos miran con caras complacientes y asienten cada cierto tiempo como si estuviéramos manteniendo una conversación fluida. Su extrema amabilidad lo hace todo sencillo, aunque tremendamente misterioso.

Tengo que encontrar una oficina de correos, en casa esperan noticias, pero aquí, en este curioso rincón del mundo, dar con ella va a ser toda una odisea. Dibujo en un cuaderno un sobre y un avión, y lo muestro como si fuera una obra de arte importantísima. Intento explicarles, con unos trazos más bien malos, que necesito enviar unas cartas pero no consigo hacerme entender, o eso me parece. ¿Qué sabrán aquí de aviones, ni de cartas, cuando todo está al alcance de la mano? Una nueva conversación se inicia entre las seis personas que ahora ya se agolpan a nuestro alrededor. Soy incapaz de comprender absolutamente nada, discuten entre ellos dando voces y por un momento me pregunto en qué va a terminar esta reunión y si realmente comprenden qué es lo que busco. Un corro de gente se forma frente al portón, nos hemos convertido en un espectáculo sin quererlo. Sonríen y hablan cada vez más alto, como si de golpe todos nos hubiéramos vuelto sordos. Las mujeres, las más resueltas, aprovechan el barullo y se acercan de un modo cauteloso, con los dedos preparados para pasarlos por nuestras caras en cuanto hacemos un gesto afirmativo con la cabeza.  Es nuestra piel blanca, las pecas, una rareza pocas veces vista por aquí. La tentación es grande, pero mis dedos, menos avispados o atrevidos que los suyos, se entretienen sobre mi regazo para no cometer la osadía, que podría ser malentendida, de pasar mis manos por sus caras curtidas por el sol. Pero la boca desdentada de una mujer nos sonríe como si esa sonrisa fuera la llave que da paso a poder tocar su rostro que está tan arrugado que bien podría tener cien mil años. 








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