"Volvió a aflojársele el interés. Bebió más ginebra."
En
el cajón encuentro una biblia y una flecha que apunta a la Meca. En la habitación, además de tres camastros hay
un cuadrito de Buda que decora la estancia que el sol calienta hasta
convertirla en un horno. Es la única habitación que encontramos en Fanishwi, en el
único hotel de todo el pueblo. No es más que una pensión de tres al cuarto
pero nos parece una mansión después de días combinando trenes, estaciones y
aeropuertos maltrechos. Va a hacer su función, peor que mejor, pero su función
a fin de cuentas. Un techo, un camastro y un rincón donde aparcar las botas. No
tiene baño, lo compartimos con los dueños de la casa y con algunos inquilinos
que descubrimos tumbados en las hamacas de sus cuartos abiertos a los cuatro
vientos. Son trabajadores del ferrocarril según deducimos, aún no sé cómo. Somos
los únicos extranjeros y eso nos da el privilegio de contar con una llave para
poder cerrar el baño cuando queramos usarlo.
A la caída del sol, cuando parece que el calor
empieza a dar un poco de tregua, salimos
a la puerta de la calle. Nos invitan a un refresco que aceptamos por cortesía y
con la seguridad de que si lo tomamos estaremos estomacalmente muertos. Nos
ofrecen unas sillas de enea, como si estuviéramos en cualquiera de nuestros
propios pueblos, y entre ellos se ríen
sin que entendamos nada. Nos miran con caras complacientes y asienten cada
cierto tiempo como si estuviéramos manteniendo una conversación fluida. Su
extrema amabilidad lo hace todo sencillo, aunque tremendamente misterioso.
Tengo
que encontrar una oficina de correos, en casa esperan noticias, pero aquí, en
este curioso rincón del mundo, dar con ella va a ser toda una odisea. Dibujo en
un cuaderno un sobre y un avión, y lo muestro como si fuera una obra de arte
importantísima. Intento explicarles, con unos trazos más bien malos, que
necesito enviar unas cartas pero no consigo hacerme entender, o eso me parece. ¿Qué sabrán aquí
de aviones, ni de cartas, cuando todo está al alcance de la mano? Una nueva
conversación se inicia entre las seis personas que ahora ya se agolpan a
nuestro alrededor. Soy incapaz de comprender absolutamente nada, discuten entre
ellos dando voces y por un momento me pregunto en qué va a terminar esta
reunión y si realmente comprenden qué es lo que busco. Un corro de gente se
forma frente al portón, nos hemos convertido en un espectáculo sin quererlo.
Sonríen y hablan cada vez más alto, como si de golpe todos nos hubiéramos vuelto
sordos. Las mujeres, las más resueltas, aprovechan el barullo y se acercan de
un modo cauteloso, con los dedos preparados para pasarlos por nuestras caras en
cuanto hacemos un gesto afirmativo con la cabeza. Es nuestra piel blanca, las pecas, una rareza
pocas veces vista por aquí. La tentación es grande, pero mis dedos, menos
avispados o atrevidos que los suyos, se entretienen sobre mi regazo para no
cometer la osadía, que podría ser malentendida, de pasar mis manos por sus
caras curtidas por el sol. Pero la boca desdentada de una mujer nos sonríe como
si esa sonrisa fuera la llave que da paso a poder tocar su rostro que está tan
arrugado que bien podría tener cien mil años.
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