Los poetas y
los filósofos tienen lazos secretos con los dioses y los demonios.
Esta
mañana el cielo está cubierto. Mirado hacia el norte, se ve bajando desde el
Tibidabo una bruma que al llegar a la parte baja de la ciudad se transforma en
un bochorno irrespirable, pegajoso, pesado. Salgo a caminar antes de que las
agujas del reloj me indiquen que debo abandonar el ocio para dedicarme a algo
que se supone mucho más importante aunque no lo sea, pero que al final,
importante o no, se convierte en el pan que llevamos a casa. Un paseo sin
destino que me convierte en el objetivo de mi propio envite endiablado. Es difícil
imaginar las cosas que nos pasan a cada uno por la cabeza, el motivo por el que
en un momento dado alguien rompe amarras y se aleja sin que el otro haya tenido
capacidad de colocarse en un nuevo sitio. La vida es complicada, a veces.
Me
cruzo con un par de ciclistas que corren por las aceras como gamos y cuando creo
que voy a terminar en el suelo me sortean casi sin sentir. A estas horas la ciudad parece abandonada y
nada presagia que en unas horas los extranjeros tomarán las calles, convirtiéndonos a los paisanos en extraños en nuestra propia
casa. Mostramos al mundo las bondades de una postal que al acercársela para
contemplarla mejor desprende aroma a
orín y cierta decadencia resplandeciente, una especie de engaño mágico del que
es fácil quedar prendado porque lo feo, lo triste, lo contradictorio queda
escondido bajo la alfombra. A veces
quedar atrapado entre dos mundos, el real y el que se muestra, es ciertamente
una mala faena.
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