A
diferencia de los jóvenes que vislumbran el fin de sus días de una manera
remota y filosófica,
aquellas mujeres sabían que la muerte no era una
abstracción.
En los últimos meses, desde su regreso, sus hombros andan más que curvados y sus ojos guardan casi permanentemente el rojo contenido de unas lágrimas que no sé si ha sido o serán en cuanto nos levantemos de la mesa. Marchó dejando atrás media vida para comenzar otra que apuntaba bien alto y que al final resultó que aquello tan alto no era más que un espejismo disfrazado de una falsa bonhomía. Ahora hace casi un año de su regreso y la mochila que se trajo es bastante más pesada que la que se llevó cuando se fue hacer las Américas. Y la vuelta no está siendo fácil, recolocarse en lo personal, en lo profesional, casi siempre cuesta un mundo.
Pago el café, antes de que le dé
tiempo a sacar el portamonedas, con la gracia inventada de excusar que hoy he
sido una mujer con suerte porque me ha tocado la devolución del cupón de los
ciegos, porque sé que de otro modo no va a permitir que pague su cortado. El uno
treinta cinco de cada uno de los dos que pedimos, como apunta cuando nos traen
la cuenta, es ahora un café de lujo. Y sé que para ella lo es, y sé también que
ese uno treinta y cinco multiplicado por dos, que dice que le toca la próxima vez, es lo que puede
hacer que tarde en verla. Por eso no me toca otra que inventarme cosas como que
es mi cumpleaños, que me han tocado los ciegos, que le he sisado a cualquiera,
o que yendo en su busca me he encontrado un billete de cinco que mira que bien
que nos va a venir. La vida a veces es muy difícil y en ocasiones nos muestra
sus posaderas de un modo demasiado escandaloso, y esos momentos tremendos solo
se salvan a base de cortados o café, y eso lo sé porque hace algunos años,
cuando creía que mi vida estaba llegando al final (no en sentido metafórico,
sino en el de la más descarnada realidad) no fueron pocos los que tuvo que apoquinar
porque mi bolsillo se me quedaba estrecho antes de llegar al día cinco de cada
mes.
Así que ahora, porque mi mochila
pesa bastante menos que la suya, pago cortados y cafés excusando tonterías, esperando
que la tarde despeje antes de que salgamos de la cafetería y que la vida,
cuando tenga a bien, se le ponga de cara de nuevo aunque para ello haya que volver cien y mil veces, si es necesario, a la manida idea de
que todos son rachas, pero que las rachas son solo eso, rachas que igual que vienen se
van y que lo que no debe faltarnos jamás son unas cuantas tazas de café aunque fuera caigan chuzos de punta.
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