Claro que lo entiendo. Incluso un niño de cinco años podría entenderlo.
¡Que me traigan un niño de cinco años!
Convocatoria en la sala de juntas con la mayor de las
urgencias. Alguien se había encargado de colocar en la mesa unos folios junto a
un bolígrafo y un botellín de agua para cada
uno de los convocados, en el descuido, las prisas con toda probabilidad,
hizo que no se viera un solo vaso en toda la mesa. Presidía Don Álvaro de
Maeztu y Arriola. Un mequetrefe aupado por la buena fortuna de un matrimonio
con suerte, además de con consorte pudiente. La diferencia entre que la reunión
la presidiera un mono o Don Álvaro solo radicaba en que no habría cacahuetes
para ir picando mientras el interfecto
se deshacía en un discurso trufado de estupideces económicas y legales.
Nada hacía presagiar que aquella convocatoria, tediosa y tremenda, que venía durando ya no menos de cuatro horas, fuera a terminar como el rosario de la aurora.
En un discurso grandilocuente en el que se loaban las grandezas de una institución
que de grande ya solo tenía la sala de reuniones y la puerta de entrada, Don Álvaro,
otrora miembro de la Logia del betún y la gomina, infartó. Tuvo a bien hacerlo
sobre la moqueta, sin escándalo y con un ligero gorgoteo, una especie de trino
celestial de despedida que le dejo la misma cara de imbécil que había tenido
siempre, solo que ahora para toda la eternidad. No cundió el pánico, bien al
contrario, parecía como si un cierto
alivio recorriera la sala, como si las plegarias de más de uno, y de dos, y de
tres, lanzadas al cielo en las dos últimas décadas, hubieran sido escuchadas. Solo la de la infeliz Araceli, menesterosa secretaria
libadora, con llanto contenido, intentaba reanimar a aquel melifluo que ahora
descansaba en el suelo. Nadie dijo nada.
Los asistentes fueron abandonando la sala, en orden y sin ningún gesto
circunspecto, mirando el reloj. Pasaba ya la hora de comer, y que hasta para
morirse hay que ser más oportuno y menos
coñazo.
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