El mayor triunfo del hombre consiste en convencerse de que el ridículo es algo
que sólo existe para los demás, y ello siempre que estos lo quieran.
En
el mundanal destierro intelectual del ciudadano mediano debería existir un
manual de entradillas al que se pudiera recurrir cuando uno no sabe cómo empezar
una charla, un discurso o un texto escrito, da igual. Un listado de muletillas que
salve de ese momento de vacío inicial y del primer empujón para poder continuar.
Exprimirse la cabeza en busca de esas primeras frases que sean capaces de
atraer la atención de a quien se tiene delante es una especie de infierno. Improvisar no es la solución aunque a veces en
un ataque de alocado arrojo y puede que de desesperado intento de llenar lo que
a priori no se llena, uno aplace el momento de determinar esas primeras
palabras, esas primeras líneas, y se lance, sin pulir y esperando que las musas
aparezcan a última hora para enmendar la plana, a los brazos de lo primero que pase
por la cabeza. Pero aliarse con la improvisación sin estar dotado para ello puede dar lugar a resultados excelentes (escasamente) o a inicios tan patéticos que se conviertan en la confirmación prematura un
fiasco de lo que va a venir, porque en ese primer estadio, cuando todo está por llegar y puede que se amontonen las ideas o que uno ande falto de ellas, la posibilidad de que
lo que aparezca sea una estupidez, una obviedad, o un sinsentido, es más que alta. Es por eso
que digo que la improvisación es un arte de la que muy pocos están dotados y que
obliga al resto a pasar por el infierno de la búsqueda de la frase inicial, de
la primera pregunta, de la primera palabra, sin dejar nada al azar para no
quedar como un alelado, algo así como un imbécil con pretensiones.
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