La verdad no está en un sueño, sino en muchos.
Hemos quedado para tomar algo al sol, cerca de la Estación de Sants. A medio camino entre el gusto y la nada.
Mon hace semanas que no se encuentra bien. Su hermano murió de un cáncer de
garganta. Lo enterramos una tarde de invierno, fumando cigarrillos y charlando
asomados en un balcón aséptico mientras veíamos la congestión del tráfico de
la Ronda de Dalt. Este invierno ha sido de pelotón. Las bajas van en alza, la última
(de las suyas) se ha quedado en una montaña vagando entre pastos o mejor dicho entre pistas de esquí (que es mucho menos bucólico pero mucho más realista). Mon
no se encuentra bien, tiene motivos para ello, y se le ve en la cara. Le digo que está guapísima, no
porque quiera engañarla, porque no es eso, sino porque es así. La desgracia
siempre le tiñe la cara con una tristeza que recuerda aquellas actrices
francesas perdidas en el conflicto interno. Cuando se lo digo sonríe de
medio lado. Es la vida feroz y desigual.
Intentamos escapar del olor a aceite quemado que se desbanda de la churrería de la esquina, y giramos las sillas orientándolas al Palacio Nacional, ahora sí que estamos cara al sol, y nos da la risa tonta. Palmas y palmones recorren la acera.
— ¿Y a ti cómo
te va? —me pregunta.
Y aunque durante unos
minutos pienso en contestarle con sinceridad, le digo que no va mal, que
bien, como siempre. Una mentira piadosa, como la semana que va a entrar, para ocultar que de un modo
irremediable e incomprensible aun le echo de menos; y que no sabría explicar el
motivo porque en la cuenta de los agravios puedo ponerle todos los puntos que
quiera. Es algo misterioso y un tanto estúpido que me revuelve por dentro de
vez en cuando y me genera una incomodidad importante. Pero al final, para
sobreponerme a tanta estupidez, convengo conmigo misma que es mi propio ego el que
se resiente, que solo es eso. Pero me lo guardo, porque de por sí el motivo ya es bastante peripatético como para verbalizarlo una mañana de primavera.
Así que contesto que
bien. Los desencantos no pueden glosarse cuando el de enfrente se debate
entre las patadas que de verdad suelta la vida, porque al final suenan ridículos y uno termina por
sentirse más tonto de lo habitual.
—Así que bien ¿no?
—dice.
Le digo
que sí y apuro mi bitter-kas. Pero debo de andar con cara de Virgen de las Angustias, o de los
Dolores, que para el caso es lo mismo, porque me contesta que estoy muy guapa,
algo así como un poco mística. Y no sé si reírme o llorar, o confesarle que,
maldita sea, soy imbécil.