Existen dos medios de refugio de las miserias de la vida: la música y los gatos.
Albert Schweitzer
Hace unas semanas leía un artículo de Pilar Rahola en el que
hablaba de la muerte de su perro. Por aquellos días Dalhman que, contrariamente
a lo que muchos hayan podido creer no era un gato sino una preciosa gata común
europea, se movía por la cuerda floja de una vida que había empezado a apagarse
semanas antes. Entonces pensé que casi todos estamos sujetos al mismo tipo de
emociones, al mismo tipo de desventuras. Este domingo para Dalhman fue su último
domingo. Estirar la vida a veces puede ser una crueldad absoluta y, en este
caso, arrancar un día más, unas horas más, no era más que desequilibrar la
balanza del platillo del “un poco más, por favor” para mí que no para ella.
Diecisiete años son muchos años para un gato. Apareció entre los arbustos de unas viviendas del extrarradio de Barcelona y llegó a
casa siendo una bolsita de piel y huesos que apenas había empezado a
caminar. Desde entonces ha llovido mucho, para ella y para mí. Las últimas
semanas apenas se movía, un único recorrido, más que repetido, entre el patio y
la cabecera de una cama a la que ya había que subirla porque las fuerzas no le
daban para más. Hoy la tristeza es mucha y el vacío se expande por la casa.
Sé que para muchos parecerá una frivolidad que la muerte de
un animal nos conmocione tanto, pero para quienes convivimos con ellos sabemos
que forman parte de nuestra vida, sabemos de su compañía, de su lealtad, de su
estima y del vacío tremendo que provoca su desaparición. Ahora, después de una
vida de gato de casa buena (aunque la casa no fuera tan buena como a ella le pudiera
parecer), espero que la nada en la que ahora ya dormita la acune para siempre, aunque a mí me falte algo, no solo por entre los pies, mientras tecleo esta pequeña nota.