En un par de ocasiones en que me atacaron con
un
“Sí, bueno, al menos yo no estoy gorda”, intenté pervertir
un planteamiento
clásico, y respondí: “Estoy gorda porque
cada vez que me follo a tu padre me da
una galleta.
Caitlin Moran
Los domingos intento arrancar unas horas, las primeras de la mañana, para dedicármelas
a mí de manera absoluta. Casi todos acabo perdiéndolas por el camino y aunque
me prometo recuperarlas en el siguiente fin de semana, acaban por desaparecer
sabiendo que no hay acumulación posible. Pero este domingo empiezo leyendo la
prensa y repasando algunas revistas de moda, mientras hago tiempo frente a la
piscina, esperando a que llegue Isabel. Nos conocemos desde la facultad. Con
los años terminamos viviendo en el mismo barrio popular y acabamos remojando
las entrañas y las partes pudendas en las mismas cafeterías y la misma pileta siempre que tenemos ocasión.
La espero sin mirar el reloj, sé
que antes de salir de casa tiene que librar una feroz batalla con dos monstruos
que se le habrán agarrado a las piernas para intentar evitar que salga, no por
nada, solo por jugar y por darle coba a papá que desde el sofá despide a mamá
mientras dobla calcetines. Sus gemelas tardías, cinco años ya cada una de
ellas, llegaron después de los psicodramas de los abortos espontáneos y los
tratamientos de fertilidad fallidos. La naturaleza es caprichosa. Ahora apenas le dejan tiempo para nada, ni
siquiera para maldecir demasiado ese deseo de maternidad desenfrenada que afirma le provenía
de los estados resacosos y románticos que le dio una juventud “rarita” según
dice, aunque al momento termine blasfemando de ella misma y afirme con verdadero
convencimiento que las dos muchachitas son lo mejor, lo más cansado, lo más
agobiante y lo más extasiaste (todo junto),
que le ha pasado en la vida.
Y la espero hojeando las revistas
de moda en la que destacan varios reportajes sobre “Los cincuenta son los
nuevos treinta” y veo unas mujeres con unos cuerpazos de escándalo que hacen
arder de deseo incluso a esta recalcitrante heterosexual. Mujeres con unas
vidas apasionantes, agendas y días que dan para soñar y escribir sobre siete más; y en las que los
calcetines desparejados, las calderas que se estropean, los maridos con lumbalgia
que requieren su ración de mimos, las suegras que enloquecen con la edad, la
sequedad vaginal, la presbicia, el descuelgue del pecho y la flacidez de los
brazos y el estómago, no existen. Se lo muestro a Isabel mientras apura su
cortado, se recoge el pelo sin peinar (falta de tiempo), en un moño que está más cerca de parecer un boñigo que de un peinado socorrido y exclama un sonoro ¡Bah!
La piscina, el gorrito y las cremas anti-estrías después de la ducha nos esperan en estas dos horas propias; propias como aquella habitación que
reclamaba Woolf y que la mujer moderna ahora reclama en forma de tiempo, porque aquella habitación que reclamaba la escritora puede que la tengamos aunque sea compartida y sepamos que propia, propia, pocas veces va a ser.
Llegamos a ese baño de realidad
que es el vestuario femenino de cualquier centro deportivo y que parece no existir cuando se trata de plasmarla en el papel. Pequeños templos femeninos en los que la carne que perdió la firmeza hace ya mucho tiempo puede
exhibirse sin miedo a ser considerado una cosa extraña y anormal. Porque en estos santuarios en
el que nos reunimos mujeres de todas las edades y condiciones, coinciden las
carnes prietas con aquellas que ya no lo son; la falta de vello que da la
depilación láser con la que lleva aparejada los años; los senos que fueron adorados
en su día y hoy esconden, tras sus estrías y su flacidez, la verdad de una vida vivida.
Nos lanzamos al agua con nuestras
carnes flojas, nuestros gorritos de silicona, cada una en su calle, con los
auriculares musicales en los oídos, y disfrutamos de ser lo que somos, con los
cuerpos que tenemos, y la suerte de que todo lo que nos venden por ahí, que no
tiene nada que ver con nosotras, nos importa un soberano pepino.