Llevaban cerca de dos años jugando al juego de la seducción, simulando ser lo que no eran. Hoy sería el último día, estaba dispuesta a poner fin, retomar las riendas de su vida, lo tenía decidido. Se había arreglado meticulosamente para él, jersey de cuello vuelto, falda por debajo de la rodilla, botas de piel marrón, el bolso haciendo juego. Pero más concienzuda había sido en la elección de lo que llevaría debajo de aquel disfraz de apariencia seria y formal, había decidido que hoy no llevaría nada, absolutamente nada, sólo el calor de su piel.
Sabía que él la esperaba donde siempre, bajo el tronco de aquel maldito árbol. Llevaba lloviznado toda la tarde, pero el día era frio. Sin embargo, ella estaba totalmente sofocada, lo sentía por el rubor en las mejillas y por los pezones que se hacían excesivamente evidentes bajo aquel maldito jersey de cuello vuelto. Tenía fiebre, fiebre por él, por la necesidad ya casi animal de juntarse, devorarle, besarle, lamerle cada extremo de la piel de su cuerpo, ese cuerpo tan conocido y a la vez permanentemente escondido. Necesitaba sentirlo dentro, lo quería clavado, necesitaba poseerlo, follarlo hasta sentirse morir.
Subió al autobús, repitiéndose que hoy iba a acabar con este sin sentido. Con esos pensamientos en su cabeza y la excitación bajo su falda, iba llegando a su encuentro. El roce, el leve roce de las piernas al caminar le producía sutiles oleadas de deseo que ya no podía disimular. Nunca había estado más húmeda que aquella tarde.
Y llegó, y allí estaba él, con el cuello de la gabardina levantado. Se miraron de lejos y ella se sintió a punto de reventar, no podía esperar. Y allí seguía él, bajo el mismo árbol de siempre. Se acercó y el la cogió por el talle, la arrimó sujetándola fuertemente hasta que ella sintió que también él estaba totalmente excitado. Sonó un estruendo a lo lejos, la acercó todavía más a su cuerpo y con voz anhelante le susurró en el oído “princesa hoy tampoco, mañana tal vez”.
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