Ayer noche hubo otro asalto a la
frontera de Melilla, no sé cuantas personas consiguieron cruzarla, lo que sé es
que sean los que sean, hoy pasarán el día, como los próximos que vengan, en el
“Centro de internamiento para extranjeros” de aquella ciudad, un trámite previo
a su puesta en libertad, subida en un autobús y traslado a la península para
que, desde allí, vayan donde quieran o donde puedan pero con futuro absolutamente
incierto y abocado a la ilegalidad.
El problema de la inmigración es
complejo. Uno de los argumentos que a menudo se utilizan para sobrellevar una
situación que nos sobrepasa ya en estos momentos, es que todo el mundo tiene derecho a buscarse la
vida donde quiera y del modo que pueda. Argumento flojo si nos quedamos en eso, porque
la realidad no es tan sencilla. La inmigración, como todo flujo humano, para
que sea digno y con unas expectativas de vida que no queden estrelladas contra
la primera valla a la que se llega, precisa de cierto orden, imprescindible para
que las personas que llegan en busca de un futuro puedan ser reabsorbidas e
integradas social y económicamente. Un orden y medidas con las suficientes garantía para que aquellos
que llegan, jugándose la vida o no, a nuestro país, no se conviertan en seres excluidos desde un primer momento y pueden, como todo el mundo, vivir sin
tener que estar permanentemente en el ojo del huracán de una ilegalidad que,
con toda seguridad, les atemoriza.
La emigración, casi siempre,
esconde un drama de precariedad económica y carencia de derechos. Porque no nos
engañemos, cuando hablamos de inmigrantes nos referimos, casi siempre, a aquellos que cruzan un charco inmenso en
unas condiciones penosas, que cruzan fronteras escondidos de cualquier modo, o
llegan a cualquier puesto fronterizo con un visado de turista que se convertirá
en papel mojado en cuanto traspasen aquella línea imaginaria, porque la
intención del que llega no es visitar los monumentos ni degustar la gastronomía
española sino la de intentar salir adelante. Esa inmigración es la que nos pone en un brete y la que, por lo mil
motivos, se convierte en el escozor permanente de una sociedad incapaz de dar
respuesta a las necesidades de los miles de personas que cada año llegan a este
país cargados de sueños que se convierten en pesadillas de ilegalidad, centros
de internamiento, expulsiones y precariedad económica en el mejor de los casos.
A estos, a los que apenas llegan con nada, a los que tienen que empezar a
articularse una vida desde la oscuridad es a los que llamamos “inmigrantes”,
aunque también lo sean aquellos que llegan con un contrato multimillonario bajo
el brazo, o con una cuenta corriente afiladísima de dólares o de cualquier otra moneda. Pero estos no son un problema, sino que incluso son bien
recibidos. Y es que en materia de extranjería lo que genera la desconfianza, el
miedo, el recelo y el rechazo casi siempre tienen que ver con la capacidad
económica del que se tiene enfrente y poco con la nacionalidad o el color de piel.
Hay dos varas de medir, pero la
existencia de estas diferencias abismales en el tratamiento de unos y otro tipo
de inmigración no deben hacernos perder de vista la realidad de que este país, la de un
flujo constante de personas que asoman a nuestra puerta sin saber, o sabiendo
que tras ella les espera el infierno. Es imposible que podamos seguir soportando
la llegada masiva de extranjeros si no podemos darles una oportunidad, si no se
les puede dotar de trabajo, estabilidad y salud física y mental, si no se les
pueden garantizar sus derechos; y es evidente que no podemos hacerlo. Somos la
cola de ese león que es Europa y la presión que sufren nuestras ciudades
fronterizas, no es solo una cuestión nacional, sino que afecta a toda la Unión Europea
porque somos la puerta de entrada de miles de personas que llegan pidiendo un
futuro, un mañana que no cabe en sus países de origen.
A nadie escapa, si se
tiene un mínimo de sentido común, que alguien marche de su casa, de su familia, con
voluntad de convertirse en un paria sin recursos, en una persona sin derechos,
ni esperanza.
Las políticas migratorias son
necesarias, por mucho que algunos las consideren retrógradas y fascistas, como
escuchamos cada día. Es preciso que Europa tome cartas en el asunto, que
empiece a invertirse en los países de origen, en lugar de explotarlos, para que
los ciudadanos de aquellos Estados, que viven en precario, bajo condiciones en
ocasiones nefastas, en todos los sentidos, puedan labrarse un mañana sin deslumbrarse por los brillos
de países que poco tienen que ofrecerles más que una vida de confinamiento a
la ilegalidad.
Las soluciones son complejas, y
lidiar cada día con llegadas masivas de personas un problema de difícil solución.
Pero no seamos ilusos, a estas oleadas de inmigración masivas, las mismas que
estos días están llegando a las costas de Sicilia, necesitan de medidas económicas
y sociales de carácter internacional y comunitario que las frenen de un modo
efectivo. Son precisas políticas de intervención y solidaridad económica en los
países de origen, que los dote de autonomía y la necesidad de marcharse no sea
la “primera necesidad”. Y precisamos también de una regulación nacional,
respetuosa con los derechos humanos de todos, pero que no decaiga por la
presión de la vistosidad de los atroces dramas, que lo son, de quienes llegan
en busca de un destino, si no queremos que ese destino, el suyo y el nuestro,
se convierta en algo absolutamente insufrible. Porque no todo vale, aunque nos duela el alma cuando conocemos y vemos algunos de los dramas que asoman a nuestras fronteras.
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