«Sartre dijo que la libertad no vale nada a no ser que se haga uso de ella».
Richard Ford
En la teoría del caos doméstico, el comedero del gato está
frente al televisor, el portátil (que amenaza con dejar de estar operativo en
breve) sobre la encimera de la cocina y mis libros, con los que preparo el
ascenso al Himalaya de la esclavitud, sobre el mármol del baño. Un par de
zapatillas aparecen bajo la mesa del comedor y maldigo el lujo de poder
esparcir las cosas sin orden ni concierto. Mantener el orden es una muestra de
equilibrio, una medida de protección que he abandonado porque puedo.
El ordenador me avisa de que acabo de abrir una sesión desde no sé qué sistema operativo que al parecer no le gusta. Sobre la mesa el teléfono, vacío de programas perturbadores
que me desquician a ratos sí y a ratos también, y las gafas sucias. Una revista vieja, un botellín
de agua rellenado de té en polvo y una pinza para el pelo. Empiezo de cero,
aunque el cero dejó de existir con la primera letra que pulsé intentando
encontrar algo detrás de ella.
Buscas y busco. Y mientras, sin demasiado convencimiento, intento
limpiar la desazón que me produce que las cosas no sean un poco más sencillas.
Encuentro la carta que Grace debía enviar a John y que quedó enterrada bajo el
peso de un montón de facturas impagadas. Una bandada de gansos se abre en una uve
extraordinaria y el cielo, turbio como el día, parece abrirse como una baya
seca.
<<Había cesado el ruido de las excavadoras y se oían las voces de los obreros despidiéndose entre sí. Desde hacía
mucho rato el sol caliente se colaba entre las rendijas de las persianas; eran listones de luz horizontales que
encendían el polvo, cada vez más, hasta que de pronto, como por efecto de una chispa, toda la habitación fue un
gran incendio rosado y fosforescente.>>
Juan Marsé
Existen personas que ilusionan
lo mismo que hay proyectos que entusiasman. Pero todo eso, la ilusión, el
entusiasmo, tiene un recorrido muy corto si después de las primeras andanadas no
hay novedad que lo mantenga y nos haga venirnos arriba. Estos días confusos en
lo general y, porque no reconocerlo, también en lo particular, intento observar
las cosas desde la distancia y no pronunciarme demasiado sobre nada. La
información se contamina de manera continuada generando un gran
desconcierto. La contradicción entre lo dicho y lo hecho, entre lo prometido y
lo ejecutado, entre los hemiciclos y los baños solitarios, no deja de ser muy sorprendente
para algunos. Quiero creer que existen ideas y proyectos maravillosos y que
algún día, cuando alguien se decida llevarlos a cabo de verdad, lo hará contra
viento y marea. Que los valientes ganarán la partida; que lo pusilánimes quedarán
arrinconados; y que los que ofrecieron la tierra prometida, entregando estiércol
envenenado, quedarán relegados a la nada.
La vida es intensa y febril. Llena
de aventuras que se libran, muchas veces, en la duermevela de gente que espera
que mañana sea mejor que ayer, aunque al levantarse, al día siguiente, se
encuentren que nada fue como esperaban. Aun así, hay cosas, proyectos, personas, por las que cualquiera, sin estar demasiado loco, puede plantearse que si le dicen ven, se vaya dejándolo
todo sin guardarse ningún comodín.
En algunas ocasiones me deja
perpleja la cantidad de conocimientos de algunos. Una reunión
cualquiera y cientos de comentarios traídos al pelo sobre lo que sea. Da igual
que la tertulia verse sobre la capacitad de flotación de un submarino de la segunda
guerra mundial, que del maridaje de algunas uvas para la elaboración de
excelentes caldos, que de la últimas novedades en la física cuántica. Todos
sabemos de todo, y el que no pues se lo inventa y no pasa nada. El rigor es
algo que ya no se estila. Y no seré yo quien diga que no he pecado de meter la
pata por un exceso de laxitud de lengua, incluso de mano. Las pruebas existen,
no reniego de ellas, por eso mismo a veces me dejo perpleja.
Ya es oficial, ha empezado al
verano. Los fines de semana, antes de que el asfalto se convierta en algo pastoso,
la ciudad se desplaza hacia el sur para sobrellevar el calor acuoso que trae
consigo el final del mes de junio y la calima mediterránea. Nos disfrazamos con
chanclas de goma, bermudas y con caftanes de algo que simula ser seda de Madrás, nos
vamos a la playa. Atravesamos la ciudad de norte a sur, de oeste a este y al
final desembocamos entre la marea humana que transita entre el Port Vell y la
urbanita Mar bella. Más bella que nunca y más mar que otras veces. La
Barceloneta se convierte en el punto de encuentro entre los que acaban de
levantarse y los que están a punto de acostarse porque la arena se convierte en
tumbona para muchos y en cama improvisada para otros tantos; en el punto de
encuentro de lenguas diversas y en la mezcla sabrosona de mojitos y sangrías de
garrafón que parecen llegados de Agra o de Jaipur. Barcelona, en verano, es como
un encuentro de las Naciones Unidas y su mar, un jacuzzi venerado y venerable
en el que lo mismo cabe una anciana relumbrona de la calle Almirall Aixada, que
un ingeniero despistado de Letonia, que un estudiante casi albino de Liverpool, que una señora de
Berga en plena explosión de silicona.
Y aunque el sol calienta a
rabiar, corre una brisa deliciosa. Hoy más de uno, más de dos y más de tres, se
llevará en la piel las huellas de un domingo abrasador y el recuerdo de un mar,
por suerte, limpio, más que agradable, como si los encargados de los chiringuitos fueran
aderezándolo con unos cuantos hielos para que se mantenga fresco mientras
vamos llegando los rezagados del día.
Sestear a la orilla del mar, cada
uno en lo suyo o en la bendita comandita de la buena compañía, en una playa que a veces es nuestra y otras veces no.
Porque Barcelona es así, todo te lo da y todo te lo quita.
La derrota tiene algo positivo: nunca es definitiva.
En cambio, la victoria tiene algo negativo: jamás es definitiva.
José Saramago
Queremos ser escrupulosos, exquisitos, en el trazado de las
líneas que separan lo bueno de lo malo, lo correcto de lo incorrecto, pero la
vida cotidiana nos puede y nos convierte en fieras ciegas que arremeten a tientas para que la cabeza sobresalga y se nos
permita respirar. Ahí se pierde casi todo, en la necesidad.
En la época de la tecnología universal, cada vez que muere un
personaje conocido, la red se llena de lamentos profundos y sentidos que la convierten
en una plañidera digital, tan falsa y efímera como aquellas matronas que se
disfrazaban para verter unas cuantas lágrimas ante el féretro de un difunto que
no les importaba nada. La catarsis del lamento colectivo es algo propio de
estos tiempos en los que somos capaces de olvidar al que tenemos a nuestro lado
y mostrar una gran conmoción por asuntos que no dejan de ser anécdotas de un día
cualquiera. Es la poesía de la red, tan
breve, tan liviana, tan absurda.
«¿Parecemos el tipo de individuos que entrarían en un
campamento en la noche,
a hurtadillas, a anestesiar a alguien, amputarle una pierna y
llevársela?»
Monty
Phyton
Un pequeño accidente doméstico acaba con una sangría en la
pica de la cocina. Y aunque la sangre es mía y no llegará al río, se me va la
cabeza pensando que no hay dolor en la lesión sino la inquietud de lo que llega
de un modo inesperado y rompe con la normalidad. Un vaso menos y casi dos dedos también,
meñique y anular. Nadie dijo que el despiste y la fragilidad del cristal “Made
in China” no fuera un buen modo de acabar con lo superfluo. Recojo como puedo, envuelvo
la mano en una toalla y me voy al ambulatorio. Por el camino pienso que
necesito, no dos vida, como decía aquel, sino tres: una para vivirla como pueda, otra para perderla como quiera y otra para sortearla entre quien me dé
la gana. Unas tiras de puntos de sutura y a correr. Es la imposibilidad de la pausa.
«La mayor parte de la gente, una vez que alcanza determinada edad, se enfrenta día tras día
con la idea de plenitud y se aferra a todas las cosas que una vez formaron parte de ellos,
como un modo de mantener la ilusión de que están plenamente presentes en la vida.»
Richard Ford
Querida Grace:
He recibido tu carta, y aunque me dices que estás en Marte,
sé que en realidad estás en el centro de Venus. Que estás a punto de arrancarte los
cabellos, de devorarte las uñas y de hacer un ofrecimiento a los dioses para
que el irremediable dolor que te produjo su marcha ceda un poco. Pero como te
empeñas en hablar de Gaza, sin entrar en los pormenores de la última estampida
de John, te diré que los peores muros no son siempre los de piedra, aunque esos
te conviertan la vida en recorrido de muy pocos kilómetros. Piénsalo bien,
Grace ¿Cuántas veces vas más allá de Bakery Place? ¿Cuántas veces en tu vida
has cruzado al otro lado del Hudson? Puedes hacerlo, nada te lo impide y en eso
consiste tu libertad, en saber que en cualquier momento puedes coger el ferry y
sentarte en el Café de Emma, tomarte un chocolate hirviendo y escuchar las
sirenas de los barcos que van y vienen. Esa es la verdadera diferencia en lo
fundamental.
Me preguntas sobre la posibilidad de que apartemos el papel
y continuemos esta relación epistolar por medios más modernos. A estas alturas, la
pregunta no me sorprende, como tampoco debería sorprenderte a ti la
respuesta. Cada una de las palabras que
trazo sobre el papel ha sido escogida para ti y me gusta pensar que cuando
camino buscando un buzón, a veces el más lejano que soy capaz de encontrar en
este barrio, es un esfuerzo que personaliza más, si cabe, las cosas que te cuento. ¿Acaso no te parece maravillosa la dedicación que cada uno de
nosotros pone para mantenernos en contacto? ¿Qué gracia tendría sentarme ante
el ordenador, improvisar dos frases y lanzarlas sin ninguna energía más que la
de pulsar un frío botón? No es la primera vez que, a medio camino, giro sobre
mis pies para añadir cualquier cosa que creo que te puede interesar. Ahí está la
gracia, podemos madurar lo que guardamos en el bolsillo antes de mandarlo a
miles de kilómetros. Me aterra la inmediatez, la banalización de las relaciones y que el tiempo pase demasiado deprisa.
Me hago viejo y tú eres demasiado joven aún. Mañana salgo de
viaje. Puede que sea divertido aunque nadie lo diría por lo mucho que refunfuña mi amada Helen mientras prepara las maletas. Sí, soy un anciano acomodaticio que se
emplea poco en lo doméstico y demasiado en buscar las frases hechas que
satisfagan a unos y a otros. El mundo se va a la mierda desde el inicio de los tiempos, Grace, pero mientras
existan personas como tú, a salvo de locos como yo, dispuestas a levantarse
cada día y a continuar viviendo, aunque nunca crucen el Atlántico en busca de
falsas promesas que corren por el aire como una fuerte tensión nerviosa, aun habrá esperanza.
Querida Grace. Mañana yo salgo de viaje y tú deberías pensar en
plantar aquellos bulbos de los que me hablaste en febrero. El buen tiempo
llegará pronto y todo reverdecerá de nuevo, porque la vida siempre es así,
aunque ahora sólo tengas tiempo para morderte las uñas y cuidar de los niños. El
buen tiempo llega siempre, aunque a veces se retrase un poco. Eso es lo que debes
recordar. No guardes otra cosa en la memoria, no sirve para nada.
«¿Qué puede haber imprevisto para el que nada ha previsto?»
Paul Valéry
Durante más de veinte años ocupé la habitación que daba al salón,
posiblemente la más pequeña, pero la que más luz tenía. El privilegio de
encontrarse en mitad de unos y de otros, a merced de la soledad del que a veces
se sabe excluido por arriba y por abajo, por ser demasiado pequeña o por ser
demasiado mayor, concedía algunas prebendas. Millones de pasos dados en el
escaso distribuidor que ordenaba las habitaciones que quedaban al otro lado de
la cristalera del comedor. Colas en el baño a primera hora de la mañana que
acababan en un revoltillo del que una no siempre salía airosa, litros de cola-cao
en una cocina en la que, en dos mesas abatibles, nos distribuíamos legañoso por
las mañanas y en plena euforia infantil por las tardes, bajo la batuta de una
madre que a veces se desbordaba.
Los fines de semana, daba igual el tiempo que hiciera, los mayores
ganaban espacio a costa de un patio que se convertía en una pista de circo que
ofrecía a los vecinos de la manzana un espectáculo de críos que imagino que, en
más de una ocasión, debió dejarles sin siesta. Las casas más próximas fueron
murallas que nos protegían de una ciudad que escondía cien mil peligros a la
vuelta cada equina. A fin de cuentas, en nuestro castillo habitaban tantas
princesas como dedos hay en una mano. Allí pasé mi infancia, parte de mi
juventud y aun hoy, cuando poco queda de todo aquello, voy con frecuencia
porque mi madre sigue haciéndose fuerte en el castillo.
Sin embargo, ahora, en mi propia medianía, la vida me devuelve a casa de
unos padres de los que ya sólo quedan la mitad, y todo me resulta extraño. Las habitaciones,
el patio, la cocina y el salón son solo las rémoras de un tiempo que existió y
que a veces, sin quererlo, se va difuminando y solo deja el recuerdo de
sensaciones que llegas a tocar con las puntas de unos dedos que andan ya
encallecidos. Lo común y cercano se vuelve distante. Es extraño.
Decía Rilke que la verdadera patria del hombre es la infancia. A buen
seguro que sí. Debe ser por eso que mientras voy de habitación en habitación, reconociendo algunos olores de antes, siento
una cierta nostalgia que tal vez se parece a la del emigrante que un día salió
de casa en busca de su propio futuro, ennobleciéndola en su memoria, y que al
volver a su tierra chica apenas reconoce nada.