Permanecimos sentados de este modo durante algunos minutos, sin que ninguno de los dos atreviese a alzar la mirada. Oí un respingo y, al levantar los ojos, vi su rostro temblando de dolor. Estiró los brazos sobre la mesa y, sollozando y lloriqueando, agachó la cabeza, apretando la cara contra la mesa.
Henry Miller
Fue una velada encantadora, bebimos un poco, quizá
un poco más de lo que parecía, la mañana siguiente lo reveló con un ligero
dolor de cabeza. Las noches de final de verano llevan de la mano un cómodo
flirteo entre los conocidos que nunca traspasa la línea que marca la
honestidad de los hombres buenos. Alguien mostró los restos de los últimos
destrozos del vendaval de finales de agosto y su risa me llegó intermitente, como una
señal. Puede que fuera el efecto del vino de la cena, pero su voz, conocida
desde hacía mil, era como la sirena de un barco que avisa de su
proximidad.
Al fondo, la costa de levante se escondía, invisible por efecto de la bruma. Fue una velada de despedida en la que nada parecía demasiado real. Busqué un papel entre mis cosas y solo conseguí un azucarillo con un mensaje impreso “Aplaude la vida” y me dio la risa floja. Desistí del todo. Poco a poco fueron llegando las adioses, sobre la
mesa quedaron las copas, los platos sucios y el rumor de las olas. Alguien
debería recoger, pero comenzó a llover, las copas se llenaron de agua y una
mano quedó ceñida a la cintura. Del resto, poco más recuerdo.
mano quedó ceñida a la cintura... como en la canción
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