Vuelvo a casa caminando, he olvidado la chalina en el respaldo de la silla. Lleva lloviznando todo el día y la humedad es imposible. No he aprendido a evitar que se cuele a través de la ropa y me embeba los huesos. Es una batalla perdida. Encojo los hombros para cobijarme del relente, como si con esa postura incomoda, casi dolorosa, me volviera impermeable. Recoger el cuello, ocultar la nuca entre las solapas levantadas del cuello de un abrigo de entretiempo, sirve de poco en las noches de noviembre.
Mis pasos resuenan contra el adoquinado. Juego a las adivinanzas e imagino sus vertiginosas respuestas. Bebería un vaso de vino caliente, escogería el minuto exacto en el que puso su mano sobre mi vientre, el segundo exacto en el que susurré su nombre junto a su oído, y una puesta de sol junto a un fiordo noruego.
─¿Estás?
─Estoy.
Es noviembre del año 2011. ¿Quién necesita más?
No se necesita más. El vino caliente, si es blanco, con un poquito de azúcar sienta genial,
ResponderEliminarcuando vamos así solos, metidos en el caparazón.
Muchas veces, en la vida, es necesario ser dos, para no estar abandonados.
El vino caliente, blanco, con azúcar, ayuda. Aunque sea de la marca SAVIN.
UN CHUCHO.
El tinto con canela, eso es mano de santo. Buena compañía y a morir :)
ResponderEliminarUn beso Kenit