Quizá
el último acierto
sea -abrazado a ti-
dejar pasar los trenes en la noche.
dejar pasar los trenes en la noche.
La trascendencia personal
de los sitios, de las calles, de las plazas de cualquier pueblo, de cualquier
ciudad, no la proporciona su enigmática belleza, ni su catastrófica presencia. Son
las cosas que nos ocurren mientras estamos en ellos lo que los hace especiales,
distintos; y son esas cosas que nos pasan mientras los transitamos, empujando esquirlas con los pies, las alegrías o las miserias de nuestra vida, las que los maquillan y los hacen nuestros para casi siempre. Es por eso que la calle más
mísera de una localidad cualquiera puede encerrar el misterio de la satisfacción sin
que de su apariencia triste y hosca se desprenda absolutamente nada. Pero los lugares por los que nos movemos se convierten en
reclamos para las emociones, reflejos condicionados que nos sacuden por dentro. Un
poco como le ocurría al perro de Pávlov que empezaba a salivar en cuanto
escuchaba el metrónomo que precedía a su comida.
Fue por eso por lo que, al dejar a mi espalda la estación del tren y el mar que en calma chica le acompañó a lo largo de toda la línea férrea, un hormigueo me recorrió la espalda. Fue algo físico que tan solo duró un instante, pero que llevó a que mis dedos buscaran el contacto de mis labios mudos y, como le ocurría a aquel perro condicionado, recordé al instante que fue bajo aquellos soportales que supe de su salud quebrada, de sus antológicos mareos y de su tremenda soledad acompañada. La desasistencia suele ser un mal compañero de viaje cuando uno no se encuentra bien.
Puede que aquella fuera una de las últimas conversaciones que de verdad valió la pena, porque el afecto aun era mutuo. Porque sus preocupaciones me preocupaban, y las mías, abocadas a trompicones, se convertían en un maremagno de palabras desordenadas que se acompasaban al verbalizarlas y le provocaban la risa. Siempre nos entendimos bien. Pero el tiempo juega a repartir escobazos y la distancia, como dice el bolero, casi siempre es el olvido. Y sólo casi, porque, ¡Maldita sea!, Pávlov no nos dijo como debíamos eliminar los condicionamientos.
Fue por eso por lo que, al dejar a mi espalda la estación del tren y el mar que en calma chica le acompañó a lo largo de toda la línea férrea, un hormigueo me recorrió la espalda. Fue algo físico que tan solo duró un instante, pero que llevó a que mis dedos buscaran el contacto de mis labios mudos y, como le ocurría a aquel perro condicionado, recordé al instante que fue bajo aquellos soportales que supe de su salud quebrada, de sus antológicos mareos y de su tremenda soledad acompañada. La desasistencia suele ser un mal compañero de viaje cuando uno no se encuentra bien.
Puede que aquella fuera una de las últimas conversaciones que de verdad valió la pena, porque el afecto aun era mutuo. Porque sus preocupaciones me preocupaban, y las mías, abocadas a trompicones, se convertían en un maremagno de palabras desordenadas que se acompasaban al verbalizarlas y le provocaban la risa. Siempre nos entendimos bien. Pero el tiempo juega a repartir escobazos y la distancia, como dice el bolero, casi siempre es el olvido. Y sólo casi, porque, ¡Maldita sea!, Pávlov no nos dijo como debíamos eliminar los condicionamientos.