domingo, 5 de abril de 2015

EL JUEGO DE OTROS



Me alegro de que te alegres de que me alegre de que te alegres.


Docenas de manos coincidimos en la Terminal 2, frente al control de seguridad, manos que se agitan despidiéndose de los viajeros que se desprende de las botas, los cinturones y de cualquier atisbo de dignidad, todo por esas medidas de seguridad que deben garantizar un vuelo sin sobresaltos. La seguridad da risa, la verdad. 
Pero aquí unos y otros se dicen adiós y algunas de esas despedidas son maravillosas. Un tipo sobre los cincuenta, de prominente barriga y alopecia contumaz, estrecha entre sus brazos una cabellera rubia como la paja, de cintura joven y estrecha y, aunque él es un carcamal oxidado y ella una jovencísima ninfa venida del frío, no deja de ser conmovedor. El final del comunismo llevó a Rusia los bolsos de Chanel y a los españoles la posibilidad de fundir por las partes húmedas la frialdad de las tierras del norte.

Un cocker spaniel empieza a refregarse por mi pierna. Llamo la atención de su dueña que sostiene la correa floja y, después de mirarme con cara de asco, me ignora para seguir aleccionando a dos adolescentes que con la cabeza hacen gestos de asentimiento, aunque estoy segura que no la oyen porque, desde donde estoy, puedo escuchar a la perfección las canciones que suenan en sus Ipods. Las madres siempre han sido muy pesadas y siempre lo serán, es su naturaleza. Y el chucho, empeñado en sacarme brillo a las medias, sigue frotándose y de nada sirve que lo azuce, que le llame la atención a la madre pesada, ni que me cague en el perro, en su estampa y en el ayayay.  

Docenas de personas se amontonan para dar el último adiós. Mientras me bato en retirada, lo más rápido que me dejan los tacones (hoy solo estoy aquí por hacer un favor que ni me va ni me viene), concluyo que los aeropuertos son un mundo del que a mí sólo me gusta partir y rapidito.


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