Me invadió la tristeza mientras contemplaba el fondo de un vaso de leche. En ese momento lo supe. Se lo conté al único que tipo que había en la barra. Me miró con gesto huraño mientas bebía a tragos cortos de un vaso oscuro que iba pasando de mano en mano. Me pareció que la leche se iba aguando a medida que pasaban los minutos y que el tipo, que sorbía ruidosamente, me miraba, sin verme, con cara de bobo permanente. Me entraron ganas de abofetear ese rostro estúpido. La leche no se aguachina porque sí, ni se sorbe el vino por malo que sea. Mi tristeza seguía indemne e iba creciendo a medida que empezaba a vislumbrar el culo acuoso del recipiente que tenía entre mis manos y que la evidencia de la verdad se me hacía más evidente. Estaba muriéndome en vida. El tipo de cara de bobo eructó. Siguió bebiendo sin inmutarse. No veía a nadie. Ahora miraba hacia un punto infinito que debía esconderse en algún lugar del espejo que teníamos enfrente y que yo no acertaba a ver. Era hora de volver a casa. Me sequé las manos en las perneras del pantalón y el roce del tejido vulgar me devolvió a la realidad de una vida más ramplona y corriente que el tergal que tocaba. Recogí la bolsa que descansaba junto a la barra, pagué. Me llevé para siempre el regalo envenado que encontré en un vaso de leche.
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