Le deseo grandes dichas pese a que nunca sabrá lo mucho que se las deseo, a pesar de que esas, precisamente, son las que de un modo absolutamente rotundo le llevan a apartarse de esta orilla. La admiración no tiene freno y la mía que empezó por lo profesional, se refugió en lo personal para, de una forma silenciosa y tortuosa, volver por imposición suya a lo meramente profesional.
Es capaz de conmoverme y capaz de dejarme inerte al mismo tiempo. Cosas de no controlar la deriva de sensaciones. Cuestión de tiempo, de que llegue la calma y que las aguas, que algunos días bajan bravas, se amansen por si solas. No se puede remar contracorriente.
Ayer 21 de junio fue sin duda un día especial. No para mí que sigo a la espera de que los más oscuros presagios sobre los avatares de eso que ha decido crecer de modo irregular e indefinido, queden reducidos a un mero susto. Pero sin duda lo fue. Y mientras distraía el tiempo en una sala de espera, aséptica y descorazonadora, pasando de lo profesional a lo personal y vuelta a empezar; leí la carta que Françoise Sagan escribió, en tal día como ayer, a Jean Paul Sartre.
Hay admiraciones, empatías, que duran toda una vida. Sin duda.
Querido señor:
Y le llamo «querido señor» pensando en la interpretación infantil que de esta palabra hace el diccionario: «un hombre cualquiera». No voy a llamarle «querido Jean-Paul Sartre» porque resulta demasiado periodístico, ni «querido maestro» porque sé que es algo que usted detesta, ni «querido colega» porque resulta demasiado abrumador. Hace años que deseaba escribirle esta carta, de hecho, casi treinta años ya, desde que empecé a leerle, y especialmente diez o doce años, desde que la admiración, a fuerza de tanto ridiculizarla, se ha convertido en algo tan infrecuente como para que casi nos felicitemos por el ridículo. Quizá haya envejecido o rejuvenecido lo suficiente como para que en este momento no me importe nada ese ridículo al que usted, soberbiamente, jamás ha prestado la menor atención.
Tenía especial interés en hacerle llegar esta carta el 21 de junio, un día afortunado para esta Francia que vio nacer, con varios lustros de intervalo, a usted, a mí y, más recientemente, a Platini, tres personas excelentes que han sido llevadas a hombros o pisoteadas salvajemente -gracias a Dios, en su caso y en el mío, solamente en sentido figurado- por excesos de honor o inexplicables indignidades. Pero los veranos son cortos y agitados y se marchitan. He terminado por renunciar a esta oda de aniversario, y sin embargo sentía la necesidad de decirle lo que voy a decirle y que justifica este título sentimental.
Pues bien, en 1950 empecé a leer de todo, y Dios o la literatura saben a cuántos escritores he admirado y cuántos me han gustado desde entonces, sobre todo escritores vivos, de Francia y de otros países. Después he conocido a algunos, también he seguido la carrera de otros, y si bien todavía quedan muchos a los que admiro, usted es sin duda el único al que sigo admirando como hombre. Todo lo que me prometió a mis quince años, una edad a la vez severa e inteligente, una edad sin ambiciones precisas y por tanto sin concesiones, todas esas promesas las ha cumplido usted. Ha escrito los libros más inteligentes y honrados de su generación, ha escrito incluso el libro más rebosante de talento de la literatura francesa: Las palabras. Al mismo tiempo, siempre ha acudido humildemente al socorro de los débiles y de los humillados, ha creído en la gente, en las causas, en las generalidades, en ocasiones equivocándose como todo el mundo, aunque (y en esto, contrariamente al resto del mundo) habiéndolo reconocido en todo momento. Se ha negado obstinadamente a aceptar los laureles morales y todas las gratificaciones materiales de su gloria, ha rechazado el supuestamente honorable Nobel cuando nada tenía, tres veces fue objeto de atentados con explosivos durante la guerra de Argelia, se vio en la calle sin pestañear, ha impuesto a los directores de teatro las mujeres que le gustaban para papeles que no eran exactamente los que más se adecuaban a ellas, dando así fe con todo fasto de que, para usted, el amor podía ser, al contrario, «el duelo clamoroso de la gloria». En resumen, ha amado, escrito, compartido y entregado todo lo que podía dar y que era en realidad lo importante, al tiempo que rechazaba todo lo que se le ofrecía en nombre de la importancia. Ha sido usted hombre tanto como escritor, jamás ha pretendido que el talento del segundo justificara las debilidades del primero ni que la felicidad de crear autorizara de por sí a despreciar ni descuidar a sus allegados ni a los demás, a todos los demás. Tampoco ha afirmado nunca que equivocarse con talento y de buena fe legitime el error. De hecho, no ha buscado usted refugio tras la famosa fragilidad del escritor, esa arma de doble filo que es su talento, evitando con ello caer en el común de los narcisos, que no es sino uno de los tres roles reservados a los escritores de nuestra época, junto con los de pequeño señor y gran lacayo. Al contrario, lejos de blandir, como tantos otros, entre delicias y clamores, esa supuesta arma de doble filo, ha pretendido que fuera eficaz, ágil y ligera en su mano y se ha servido bien de ella, la ha puesto a disposición de las víctimas, de las auténticas víctimas, de las que no saben escribir, ni explicarse, ni pelear, ni siquiera a veces quejarse.
Al no pedir a gritos justicia porque no era su deseo juzgar, al no hablar del honor porque no deseaba ser objeto de honra, al no evocar siquiera la generosidad porque ignoraba que era usted la generosidad misma, ha sido el único hombre de justicia, de honor y de generosidad de nuestra época, trabajando sin cesar, dándolo todo por los demás, viviendo sin lujos y sin austeridad, sin tabúes y sin celebración alguna, salvo, claro está, el triunfal júbilo de la escritura, haciendo el amor y dándolo después, seduciendo aunque siempre presto a dejarse seducir, desbordando a sus amigos con sus opiniones en todos los frentes, consumiéndoles con su velocidad, su brillo y su inteligencia, aunque volviendo siempre a ellos para ocultárselo. A menudo ha preferido ser utilizado, manejado, a ser indiferente, y también a menudo ha preferido verse decepcionado a negarse a una expectativa. ¡Qué vida tan ejemplar para un hombre que nunca ha deseado ser ejemplo de nada!
Y aquí le tenemos, privado de la vista, según dicen incapaz de escribir, y a buen seguro sintiéndose tan desgraciado como cabe imaginar. Quizá le guste saber que en los últimos veinte años, allí donde he estado -en Japón, en Norteamérica, en Noruega, en provincias y en París- he visto como hombres y mujeres de todas las edades hablaban de usted con la misma admiración, confianza y gratitud que le expreso aquí.
Este siglo ha revelado ser loco, inhumano y podrido. Usted ha demostrado ser un hombre inteligente, tierno e incorruptible. Y sigue siéndolo. No sabe cuánto se lo agradecemos.
*
Escribí esta carta en 1980 y la publiqué en L’Egoïste, el hermoso y caprichoso periódico de Nicole Wisniak. Naturalmente, antes de hacerlo pedí permiso a Sartre a través de un intermediario. No nos habíamos visto desde hacía casi veinte años. Y aun entonces sólo habíamos compartido algunas comidas con Simone de Beauvoir y mi primer marido, comidas vagamente tensas; y de tarde en tarde en algunos divertidos encuentros en lugares vespertinos poco recomendables en los que Sartre y yo fingíamos no vernos y un almuerzo con un industrial encantador vagamente encaprichado conmigo y que le propuso dirigir una revista de izquierdas que él mismo financiaría encantado (aunque, cuando el industrial en cuestión fue a cambiar su tique de estacionamiento entre el queso y el café, Sartre se mostró desanimado y al borde de la risa; en cualquier caso, poco a poco llegó de Gaulle y su aparición fue la conclusión definitiva de ese proyecto irrealizable).
Tras esos breves contactos, no volvimos a vernos durante veinte años, y durante todo ese tiempo siempre quise decirle lo mucho que le debía.
Sartre, ciego, mandó que le leyeran esta carta y me quiso ver y cenar conmigo cara a cara. Fui a buscarle al boulevard Edgar-Quinet, por donde no paso jamás desde entonces sin que se me encoja el corazón. Fuimos a La Closerie des Lilas. Yo le llevaba de la mano para que no se cayera, y lo cierto es que tartamudeaba de tan intimidada como me sentía. Creo que formábamos el dúo más curioso de las letras francesas y los jefes de comedor revoloteaban ante nosotros como una bandada de cuervos asustados.
Fue un año antes de su muerte. Sería la primera de una serie de cenas, aunque en aquel entonces yo no lo sabía. Creía que Sartre me invitaba sólo por pura amabilidad y también creía que yo moriría antes que él.
Después seguimos comiendo juntos cada diez días. Yo iba a buscarle, le encontraba a punto en la entrada, con su trenca, y huíamos como un par de ladrones, fuera cual fuera la compañía. Debo reconocer que, contrariamente a lo que cuentan sus seres más allegados, y según los recuerdos que conservan de sus últimos meses, jamás me horrorizó ni me abrumó su forma de comer. Sin duda todo parecía zigzaguear un poco sobre su tenedor, aunque en un gesto típico de ciego, no de viejo chocho. No logro entender a los que se compadecen de él en sus artículos y en sus libros, aparentemente afligidos y hablando con desprecio de esas comidas. Deberían haber cerrado los ojos si tan delicada tenían la vista y limitarse a escucharle. Escuchar esa voz alegre, valerosa y viril, oír la libertad de sus palabras.
Lo que le gustaba de nuestra relación, o eso me decía, era que nunca hablábamos de los demás ni de nuestras relaciones comunes: hablábamos, decía, como dos viajeros en el andén de una estación... Le echo de menos. Me encantaba tomarle la mano y que él me tomara el espíritu. Me encantaba hacer lo que me pedía, me daban igual sus torpezas de ciego; admiraba que hubiera sido capaz de sobrevivir a su pasión por la literatura. Me encantaba coger su ascensor, llevarle a pasear en coche, cortarle la carne, intentar alegrarnos las dos o tres horas que pasábamos juntos, prepararle el té, llevarle whisky a escondidas, escuchar música juntos, y sobre todo me encantaba escucharle. Me daba mucha pena dejarle delante de la puerta de su casa, de pie, con los ojos en mi dirección y el aire afligido cuando yo me iba. En cada una de esas ocasiones tenía la impresión, a pesar de nuestros encuentros precisos y cercanos, de que no volveríamos a vernos; de que Sartre estaba más que harto de «la traviesa Lili» -esa era yo- y de mi hablar entrecortado. Temía que nos ocurriera algo a uno o al otro. Y sin duda la última vez que le vi, delante de la última puerta esperando conmigo el último ascensor, estaba más tranquila. Pensé que para él yo era un poco importante; no se me ocurrió que muy pronto poco podría hacer eso por conservarle la vida. Me acuerdo de esas extrañas comidas, gastronómicas o no, que celebrábamos en los discretos restaurantes del XIVe arrondissement.
-¿Sabe? Me han leído su «carta de amor» -me dijo en una ocasión al principio-, y me ha encantado. Aunque ¿cómo pedir que me la relean para poder deleitarme con todos sus cumplidos? ¡Seguro que me toman por paranoico!
Fue entonces cuando le grabé mi propia declaración -cosa que me llevó seis horas, pues no paraba de tartamudear- y pegué un esparadrapo a la cinta para que la reconociera al tocarla. A veces, en sus tardes de depresión, quería escucharla a solas, aunque sin duda lo hacía para complacerme. Decía también:
-Está empezando a cortarme los trozos de carne demasiado grandes. ¿No me estará perdiendo el respeto?
Y en cuanto me afanaba sobre su plato, él se echaba a reír.
-Es usted muy amable y eso es buena señal. La gente inteligente es siempre amable. Sólo he conocido a un tipo inteligente y malvado, pero se trataba de un pederasta y vivía en el desierto.
Y es que había tenido a menudo a su alrededor hombres, esos jóvenes ancianos, chiquillos, esos viejos chiquillos que le reclamaban como padre, a él que sólo había disfrutado de la compañía de las mujeres.
-¡Ah, pero me agotan! -decía-. Lo de Hiroshima es culpa mía, lo de Stalin es culpa mía, sus pretensiones son culpa mía, y culpa mía es su estupidez...
Y se reía de los subterfugios empleados por esos falsos huérfanos intelectuales que le querían por padre. ¿Padre, Sartre? ¡Qué idea! ¿Marido, Sartre? ¡Tampoco! Amante quizá. Esa soltura, ese calor que incluso ciego y medio paralítico mostraba hacia una mujer eran más que reveladores.
-¿Sabe usted? Cuando empecé a sufrir cierto grado de ceguera y comprendí que no podría seguir escribiendo (por entonces escribía diez horas al día desde hacía cincuenta años y fueron los mejores momentos de mi vida), cuando comprendí que para mí eso se había minado, me quedé muy afectado y llegué incluso a pensar en suicidarme.
Al ver que yo no decía nada y al sentirme aterrada ante la idea de su martirio, añadió:
-Pero ni siquiera lo intenté. Hasta entonces había sido un hombre tan feliz, había sido hasta ese momento un hombre, un personaje tan hecho para la felicidad, que no iba a cambiar de rol así, de golpe. Sigo siendo feliz, por pura costumbre.
Y cuando le oía hablar así, oía también lo que no decía: para no destruir, para no afligir a los míos, a las mías. Y sobre todo a esas mujeres que a veces le llamaban a medianoche, cuando volvíamos de nuestras cenas, o por la tarde, cuando tomábamos el té, y que sonaban tan exigentes, tan posesivas, tan dependientes de ese hombre enfermo, ciego y desposeído de su oficio de escritor. Esas mujeres que por su propia desmesura le restituían la vida, su vida de hasta entonces, su vida de mujeriego, de pendón, de mentiroso, de hombre compasivo o de comediante.
Después, ese último año Sartre se marchó de vacaciones, unas vacaciones divididas entre tres meses y tres mujeres, que él afrontaba con una amabilidad y un fatalismo sin falla. Durante todo el verano creí haberle perdido un poco. Al llegar el otoño regresó y volvimos a vernos. Y pensé que esta vez yo estaría «para siempre»: para siempre mi coche, su ascensor, el té, las cintas, esa voz divertida, a veces tierna, esa voz segura. Sin embargo, otro «para siempre» le esperaba ya. Desgraciadamente un «para siempre» que sólo le incluía a él.
Fui a su entierro sin dar demasiado crédito. Sin embargo resultó un hermoso entierro, con miles de personas de todo tipo que también le querían, le respetaban, y que le acompañaron durante kilómetros hasta su última morada. Personas que no habían tenido la desgracia de conocerle y de verle durante todo un año, que no tenían en la cabeza cincuenta lugares comunes desgarradores de él, personas que no le echarían de menos cada diez días, todos los días, personas a las que envidié y compadecí a la vez.
Y si después me he indignado, naturalmente, ante los vergonzosos relatos en que se retrataba a un Sartre chocho, obra de algunas personas de su entorno, si he dejado de leer ciertos recuerdos de él, no he olvidado su voz, su risa, su inteligencia, su valor y su bondad. Estoy sinceramente convencida de que jamás me recuperaré de su muerte. Pues a veces, ¿qué hacer? ¿Qué pensar? Sólo ese hombre inado podía decírmelo, sólo a él podía creerle. Sartre nació el 21 de junio de 1905, yo el 21 de junio de 1935, pero no creo (de hecho, no tengo ninguna necesidad de ello) que me queden más de treinta años sin él en este planeta.
Y le llamo «querido señor» pensando en la interpretación infantil que de esta palabra hace el diccionario: «un hombre cualquiera». No voy a llamarle «querido Jean-Paul Sartre» porque resulta demasiado periodístico, ni «querido maestro» porque sé que es algo que usted detesta, ni «querido colega» porque resulta demasiado abrumador. Hace años que deseaba escribirle esta carta, de hecho, casi treinta años ya, desde que empecé a leerle, y especialmente diez o doce años, desde que la admiración, a fuerza de tanto ridiculizarla, se ha convertido en algo tan infrecuente como para que casi nos felicitemos por el ridículo. Quizá haya envejecido o rejuvenecido lo suficiente como para que en este momento no me importe nada ese ridículo al que usted, soberbiamente, jamás ha prestado la menor atención.
Tenía especial interés en hacerle llegar esta carta el 21 de junio, un día afortunado para esta Francia que vio nacer, con varios lustros de intervalo, a usted, a mí y, más recientemente, a Platini, tres personas excelentes que han sido llevadas a hombros o pisoteadas salvajemente -gracias a Dios, en su caso y en el mío, solamente en sentido figurado- por excesos de honor o inexplicables indignidades. Pero los veranos son cortos y agitados y se marchitan. He terminado por renunciar a esta oda de aniversario, y sin embargo sentía la necesidad de decirle lo que voy a decirle y que justifica este título sentimental.
Pues bien, en 1950 empecé a leer de todo, y Dios o la literatura saben a cuántos escritores he admirado y cuántos me han gustado desde entonces, sobre todo escritores vivos, de Francia y de otros países. Después he conocido a algunos, también he seguido la carrera de otros, y si bien todavía quedan muchos a los que admiro, usted es sin duda el único al que sigo admirando como hombre. Todo lo que me prometió a mis quince años, una edad a la vez severa e inteligente, una edad sin ambiciones precisas y por tanto sin concesiones, todas esas promesas las ha cumplido usted. Ha escrito los libros más inteligentes y honrados de su generación, ha escrito incluso el libro más rebosante de talento de la literatura francesa: Las palabras. Al mismo tiempo, siempre ha acudido humildemente al socorro de los débiles y de los humillados, ha creído en la gente, en las causas, en las generalidades, en ocasiones equivocándose como todo el mundo, aunque (y en esto, contrariamente al resto del mundo) habiéndolo reconocido en todo momento. Se ha negado obstinadamente a aceptar los laureles morales y todas las gratificaciones materiales de su gloria, ha rechazado el supuestamente honorable Nobel cuando nada tenía, tres veces fue objeto de atentados con explosivos durante la guerra de Argelia, se vio en la calle sin pestañear, ha impuesto a los directores de teatro las mujeres que le gustaban para papeles que no eran exactamente los que más se adecuaban a ellas, dando así fe con todo fasto de que, para usted, el amor podía ser, al contrario, «el duelo clamoroso de la gloria». En resumen, ha amado, escrito, compartido y entregado todo lo que podía dar y que era en realidad lo importante, al tiempo que rechazaba todo lo que se le ofrecía en nombre de la importancia. Ha sido usted hombre tanto como escritor, jamás ha pretendido que el talento del segundo justificara las debilidades del primero ni que la felicidad de crear autorizara de por sí a despreciar ni descuidar a sus allegados ni a los demás, a todos los demás. Tampoco ha afirmado nunca que equivocarse con talento y de buena fe legitime el error. De hecho, no ha buscado usted refugio tras la famosa fragilidad del escritor, esa arma de doble filo que es su talento, evitando con ello caer en el común de los narcisos, que no es sino uno de los tres roles reservados a los escritores de nuestra época, junto con los de pequeño señor y gran lacayo. Al contrario, lejos de blandir, como tantos otros, entre delicias y clamores, esa supuesta arma de doble filo, ha pretendido que fuera eficaz, ágil y ligera en su mano y se ha servido bien de ella, la ha puesto a disposición de las víctimas, de las auténticas víctimas, de las que no saben escribir, ni explicarse, ni pelear, ni siquiera a veces quejarse.
Al no pedir a gritos justicia porque no era su deseo juzgar, al no hablar del honor porque no deseaba ser objeto de honra, al no evocar siquiera la generosidad porque ignoraba que era usted la generosidad misma, ha sido el único hombre de justicia, de honor y de generosidad de nuestra época, trabajando sin cesar, dándolo todo por los demás, viviendo sin lujos y sin austeridad, sin tabúes y sin celebración alguna, salvo, claro está, el triunfal júbilo de la escritura, haciendo el amor y dándolo después, seduciendo aunque siempre presto a dejarse seducir, desbordando a sus amigos con sus opiniones en todos los frentes, consumiéndoles con su velocidad, su brillo y su inteligencia, aunque volviendo siempre a ellos para ocultárselo. A menudo ha preferido ser utilizado, manejado, a ser indiferente, y también a menudo ha preferido verse decepcionado a negarse a una expectativa. ¡Qué vida tan ejemplar para un hombre que nunca ha deseado ser ejemplo de nada!
Y aquí le tenemos, privado de la vista, según dicen incapaz de escribir, y a buen seguro sintiéndose tan desgraciado como cabe imaginar. Quizá le guste saber que en los últimos veinte años, allí donde he estado -en Japón, en Norteamérica, en Noruega, en provincias y en París- he visto como hombres y mujeres de todas las edades hablaban de usted con la misma admiración, confianza y gratitud que le expreso aquí.
Este siglo ha revelado ser loco, inhumano y podrido. Usted ha demostrado ser un hombre inteligente, tierno e incorruptible. Y sigue siéndolo. No sabe cuánto se lo agradecemos.
*
Escribí esta carta en 1980 y la publiqué en L’Egoïste, el hermoso y caprichoso periódico de Nicole Wisniak. Naturalmente, antes de hacerlo pedí permiso a Sartre a través de un intermediario. No nos habíamos visto desde hacía casi veinte años. Y aun entonces sólo habíamos compartido algunas comidas con Simone de Beauvoir y mi primer marido, comidas vagamente tensas; y de tarde en tarde en algunos divertidos encuentros en lugares vespertinos poco recomendables en los que Sartre y yo fingíamos no vernos y un almuerzo con un industrial encantador vagamente encaprichado conmigo y que le propuso dirigir una revista de izquierdas que él mismo financiaría encantado (aunque, cuando el industrial en cuestión fue a cambiar su tique de estacionamiento entre el queso y el café, Sartre se mostró desanimado y al borde de la risa; en cualquier caso, poco a poco llegó de Gaulle y su aparición fue la conclusión definitiva de ese proyecto irrealizable).
Tras esos breves contactos, no volvimos a vernos durante veinte años, y durante todo ese tiempo siempre quise decirle lo mucho que le debía.
Sartre, ciego, mandó que le leyeran esta carta y me quiso ver y cenar conmigo cara a cara. Fui a buscarle al boulevard Edgar-Quinet, por donde no paso jamás desde entonces sin que se me encoja el corazón. Fuimos a La Closerie des Lilas. Yo le llevaba de la mano para que no se cayera, y lo cierto es que tartamudeaba de tan intimidada como me sentía. Creo que formábamos el dúo más curioso de las letras francesas y los jefes de comedor revoloteaban ante nosotros como una bandada de cuervos asustados.
Fue un año antes de su muerte. Sería la primera de una serie de cenas, aunque en aquel entonces yo no lo sabía. Creía que Sartre me invitaba sólo por pura amabilidad y también creía que yo moriría antes que él.
Después seguimos comiendo juntos cada diez días. Yo iba a buscarle, le encontraba a punto en la entrada, con su trenca, y huíamos como un par de ladrones, fuera cual fuera la compañía. Debo reconocer que, contrariamente a lo que cuentan sus seres más allegados, y según los recuerdos que conservan de sus últimos meses, jamás me horrorizó ni me abrumó su forma de comer. Sin duda todo parecía zigzaguear un poco sobre su tenedor, aunque en un gesto típico de ciego, no de viejo chocho. No logro entender a los que se compadecen de él en sus artículos y en sus libros, aparentemente afligidos y hablando con desprecio de esas comidas. Deberían haber cerrado los ojos si tan delicada tenían la vista y limitarse a escucharle. Escuchar esa voz alegre, valerosa y viril, oír la libertad de sus palabras.
Lo que le gustaba de nuestra relación, o eso me decía, era que nunca hablábamos de los demás ni de nuestras relaciones comunes: hablábamos, decía, como dos viajeros en el andén de una estación... Le echo de menos. Me encantaba tomarle la mano y que él me tomara el espíritu. Me encantaba hacer lo que me pedía, me daban igual sus torpezas de ciego; admiraba que hubiera sido capaz de sobrevivir a su pasión por la literatura. Me encantaba coger su ascensor, llevarle a pasear en coche, cortarle la carne, intentar alegrarnos las dos o tres horas que pasábamos juntos, prepararle el té, llevarle whisky a escondidas, escuchar música juntos, y sobre todo me encantaba escucharle. Me daba mucha pena dejarle delante de la puerta de su casa, de pie, con los ojos en mi dirección y el aire afligido cuando yo me iba. En cada una de esas ocasiones tenía la impresión, a pesar de nuestros encuentros precisos y cercanos, de que no volveríamos a vernos; de que Sartre estaba más que harto de «la traviesa Lili» -esa era yo- y de mi hablar entrecortado. Temía que nos ocurriera algo a uno o al otro. Y sin duda la última vez que le vi, delante de la última puerta esperando conmigo el último ascensor, estaba más tranquila. Pensé que para él yo era un poco importante; no se me ocurrió que muy pronto poco podría hacer eso por conservarle la vida. Me acuerdo de esas extrañas comidas, gastronómicas o no, que celebrábamos en los discretos restaurantes del XIVe arrondissement.
-¿Sabe? Me han leído su «carta de amor» -me dijo en una ocasión al principio-, y me ha encantado. Aunque ¿cómo pedir que me la relean para poder deleitarme con todos sus cumplidos? ¡Seguro que me toman por paranoico!
Fue entonces cuando le grabé mi propia declaración -cosa que me llevó seis horas, pues no paraba de tartamudear- y pegué un esparadrapo a la cinta para que la reconociera al tocarla. A veces, en sus tardes de depresión, quería escucharla a solas, aunque sin duda lo hacía para complacerme. Decía también:
-Está empezando a cortarme los trozos de carne demasiado grandes. ¿No me estará perdiendo el respeto?
Y en cuanto me afanaba sobre su plato, él se echaba a reír.
-Es usted muy amable y eso es buena señal. La gente inteligente es siempre amable. Sólo he conocido a un tipo inteligente y malvado, pero se trataba de un pederasta y vivía en el desierto.
Y es que había tenido a menudo a su alrededor hombres, esos jóvenes ancianos, chiquillos, esos viejos chiquillos que le reclamaban como padre, a él que sólo había disfrutado de la compañía de las mujeres.
-¡Ah, pero me agotan! -decía-. Lo de Hiroshima es culpa mía, lo de Stalin es culpa mía, sus pretensiones son culpa mía, y culpa mía es su estupidez...
Y se reía de los subterfugios empleados por esos falsos huérfanos intelectuales que le querían por padre. ¿Padre, Sartre? ¡Qué idea! ¿Marido, Sartre? ¡Tampoco! Amante quizá. Esa soltura, ese calor que incluso ciego y medio paralítico mostraba hacia una mujer eran más que reveladores.
-¿Sabe usted? Cuando empecé a sufrir cierto grado de ceguera y comprendí que no podría seguir escribiendo (por entonces escribía diez horas al día desde hacía cincuenta años y fueron los mejores momentos de mi vida), cuando comprendí que para mí eso se había minado, me quedé muy afectado y llegué incluso a pensar en suicidarme.
Al ver que yo no decía nada y al sentirme aterrada ante la idea de su martirio, añadió:
-Pero ni siquiera lo intenté. Hasta entonces había sido un hombre tan feliz, había sido hasta ese momento un hombre, un personaje tan hecho para la felicidad, que no iba a cambiar de rol así, de golpe. Sigo siendo feliz, por pura costumbre.
Y cuando le oía hablar así, oía también lo que no decía: para no destruir, para no afligir a los míos, a las mías. Y sobre todo a esas mujeres que a veces le llamaban a medianoche, cuando volvíamos de nuestras cenas, o por la tarde, cuando tomábamos el té, y que sonaban tan exigentes, tan posesivas, tan dependientes de ese hombre enfermo, ciego y desposeído de su oficio de escritor. Esas mujeres que por su propia desmesura le restituían la vida, su vida de hasta entonces, su vida de mujeriego, de pendón, de mentiroso, de hombre compasivo o de comediante.
Después, ese último año Sartre se marchó de vacaciones, unas vacaciones divididas entre tres meses y tres mujeres, que él afrontaba con una amabilidad y un fatalismo sin falla. Durante todo el verano creí haberle perdido un poco. Al llegar el otoño regresó y volvimos a vernos. Y pensé que esta vez yo estaría «para siempre»: para siempre mi coche, su ascensor, el té, las cintas, esa voz divertida, a veces tierna, esa voz segura. Sin embargo, otro «para siempre» le esperaba ya. Desgraciadamente un «para siempre» que sólo le incluía a él.
Fui a su entierro sin dar demasiado crédito. Sin embargo resultó un hermoso entierro, con miles de personas de todo tipo que también le querían, le respetaban, y que le acompañaron durante kilómetros hasta su última morada. Personas que no habían tenido la desgracia de conocerle y de verle durante todo un año, que no tenían en la cabeza cincuenta lugares comunes desgarradores de él, personas que no le echarían de menos cada diez días, todos los días, personas a las que envidié y compadecí a la vez.
Y si después me he indignado, naturalmente, ante los vergonzosos relatos en que se retrataba a un Sartre chocho, obra de algunas personas de su entorno, si he dejado de leer ciertos recuerdos de él, no he olvidado su voz, su risa, su inteligencia, su valor y su bondad. Estoy sinceramente convencida de que jamás me recuperaré de su muerte. Pues a veces, ¿qué hacer? ¿Qué pensar? Sólo ese hombre inado podía decírmelo, sólo a él podía creerle. Sartre nació el 21 de junio de 1905, yo el 21 de junio de 1935, pero no creo (de hecho, no tengo ninguna necesidad de ello) que me queden más de treinta años sin él en este planeta.
Las hay.
ResponderEliminarSartre era como un grifo, siempre estaba goteando como si estuviera vivo.
Verdad? yo también lo creo.
ResponderEliminarPocas veces un texto me ha gustado tanto, mejor dicho, dos textos. Lo mejor para ti, Anita.
ResponderEliminarUn beso
Nicolás
Muchas gracias Nicolás. Cruzaré los dedos :)
ResponderEliminarOjalá ese nubarrón siniestro se disuelva lo antes posible y todo se reduzca a un mero susto.
ResponderEliminarLa carta, la canción y tu texto son preciosos. Puro sentimiento. Un beso
En esas estamos MdlMar. Muchas gracias. Bss
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