La delgada línea que separa tener una vida acomodada, sin grandes preocupaciones económicas, con calefacción en casa, la nevera medio llena; de vivir sin saber donde dormirás esta noche, lo que comerás, cómo te abrigarás, es tan fina como la vidriera que separa el comedor del restaurante donde he cenado esta noche y la acera de la calle.
Nos reímos, pedimos vino, que no falte de nada. Tenemos que celebrar que ha vuelto. No se había ido de la ciudad, sólo se le había ido la pinza por un tío y había desaparecido. Nada nuevo bajo el sol, es lo que tiene el enamorarse a destiempo, de manera equivocada. Una velada encantadora. Nada larga, ni excesiva, pero sí muy divertida.
Miro por la ventana, no sé qué es lo que miro, en realidad la nada. Una acera, apenas transitada, y la luz de una farola que destaca la figura enjuta de un tipo sentado en un portal. Alzo mi copa y apuro de un trago los restos del vino que queda tras los brindis que llevamos haciendo desde hace más de media hora. No puedo evitarlo, la vista se me desvía constantemente hacía la cristalera. No quiero evitarlo, o sí, no lo sé.
Reconozco el abrigo del individuo, una prenda casi de lujo, pero que en la corta distancia que nos separa, un escaso cristal, se percibe vieja, desgastada, moderadamente sucia. No le veo la cara, la tiene entre las rodillas, en una postura complicada, aventurada con un abrazo a si mismo, como el que se dan los niños chicos cuando buscan consuelo. Tiene una mochila sucia a los pies. Reconozco, también, ese tipo de macuto. A lo lejos se escucha el estruendo del camión que recoge la basura. Vuelvo a mirar a la calle y el desconocido, ahora con la cabeza erguida, atraviesa con su mirada la luna que nos separan. Podría jurar que nuestras miradas se cruzan en un punto intermedio entre el cristal y la calle porque he sentido una punzada mortal a la altura del estómago.
Oigo un nuevo brindis, pero algo se ha parado, ni siquiera atino a coger de nuevo la copa, creo que para mí la cena ha terminado. Alguien me nombra y vuelvo a la mesa. Por un momento, me peleo conmigo misma y me reprocho no estar por lo que estoy. Me pregunto cuándo voy a aprender a dejar de mirar por los ventanales y centrarme en lo que importa, en los que tengo frente a mí, a mi lado. y dejar de dispersarme por todo. Hoy celebramos un “regreso” y ahora me pierdo. No puedo evitarlo.
Miro por la ventana y el desconocido ya no mira, vuelve a tener la cabeza entre las piernas y no puedo evitar pensar en lo fina que es la línea que ahora nos separa. Mañana podría ser yo, o tu, o cualquiera de los que cena en este sitio tan cómodo. Un mal golpe de la vida te coloca al otro lado sin compasión alguna. Por eso, cualquiera de nosotros, yo misma, podría ser la que mañana esté sentada en un bordillo cualquiera, con una chaqueta sin lustre por todo abrigo y guardando mis pensamientos perdidos en una cabeza que reposa sobre unas piernas que ya no sostienen más que miseria y decepción.
La línea es mucho más fina de lo que creemos, estoy segura de ello.
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