No pienso perder un segundo de mi tiempo con el aparato de marras. Quizás conviene que explique que, el aparato en cuestión, es una maquina de hacer café y la misma está situada en mi centro de trabajo.
No soy persona humana hasta que consigo meterme en vena un par o tres de cafés. Negros, espesitos, calientes. Entonces ya soy alguien, puedo articular palabra.
Pienso en una taza de café, negro, espeso, caliente. Pero aquí no va a ser posible, nunca lo es. En cuanto me apodere de la taza, empieza un maridaje inmundo para disfrazar el veneno que me da. Un sobre de azúcar o incluso dos, removido con cualquier cosa (no necesariamente una cucharilla) en sentido inverso a las agujas del reloj (igual pretendo que venga Satanás y me ayude a superar el día) y, para finalizar, un chorretón de agua fría volcado directamente a la taza. Lo sé, un atentado contra el café, pero hay que tener estómago y agallas para tomar lo que la máquina nos da últimamente.
Lunes por la mañana, me dirijo al cuarto de “las máquinas” (es como el cuarto de las ratas de mi infancia pero lleno de cachivaches), necesito un café, con urgencia. Tengo los ojos pegados. Aún no he dirigido la palabra a nadie. Ni siquiera un buenos días, más que nada porque no me he cruzado con persona alguna. Veo a lo lejos una silueta, bien podía ser algún compañero, no lo sé, la falta de cafeína y las gafas colgando del cuello no me dejan vislumbrar el horizonte.
Pongo la cápsula en el compartimento, miro que la máquina tenga agua, aprieto el “on” y empieza a escucharse un espantoso ruido que acompaña al vertido que tiene un aspecto repulsivo. Lo tiro. Empiezo de nuevo. Cápsula y apretar el “on”. Me estoy poniendo de mal humor. De muy mal humor, dícese también de muy mal café.
Como no podía ser de otra manera, el café es horrible y me temo que va a ir a parar también al desagüe.
Llega Pedro. Me ve discutiendo con la máquina, dice que ha escuchado como la insulto y que como me va a dar un buen café con el trato que le doy. Que no sé tratar a las máquinas. Le miro con cara de perro y con otra cápsula en la mano, dispuesta a inculcársela a la bicha como si de un supositorio se tratara. Mueve la cabeza con gesto negativo, me coge la mano al aire como si fuera un portero de futbol parando un penalty y ,delicadamente, se lleva la capsulita negra. Veo como pasa los dedos delicadamente sobre el aluminio que la recubre, como la besa, la coloca amorosamente en su soporte y mientras baja la manecilla y aprieta el “on” va diciendo: ”A ver princesa, hoy es lunes, infusiónate para mí, te eché de menos todo el fin de semana. Dámelo todo”.
No puedo creer lo que oigo. Retira la taza y en su interior un café cremoso. que está gritando "tomamé, tomamé". Me la entrega y con una sonrisa de medio lado, me dice, “nunca la desafíes, es muy sensible”.
Vuelvo a mi mesa, con una taza en la mano, el café huele mejor que nunca, la miro con desconfianza, seguro que ahora me abrasa la lengua. Creo que aquí hay mucha zorra disfrazada de cafetera.
¡Qué bueno, Anita! Me encanta tu forma de escribir porque es un reflejo de tu forma de ver la vida. Besos,
ResponderEliminarNoe