Creo que lo que más me costó fue acostumbrarme a la oscuridad. Las horas de sol eran tan escasas y el frío tan intenso que la vida en el exterior se limitaba a lo imprescindible. Pasé muchas horas en mi habitación de un apartamento compartido, con una estufa eléctrica que jamás calentó y un radiocassette a pilas que acabó falleciendo  por el empalagamiento de las baladas que arrastró.  Llené los días de litros de té hirviendo, pan de centeno y de la inmensa sensación de estar demasiado lejos de todo y de todos.  
Internet aún era un sueño, las conferencias telefónicas un lujo que no me podía permitir. Quizá porque me costaba hacerme entender y yo apenas comprendía nada,  la sensación de vivir en una burbuja era permanente. 
Maté muchas horas en un café de Princess Street junto a una librería de viejo que me abasteció de los pocos libros en español a los que tuve acceso entonces. Recuerdo con especial gusto los "Cuentos de invierno" de Karen Blixten (yo prefiero su alter ego Isak Dinesen) y, gracias a ellos, empezó el peregrinar, los viernes por la tarde, hasta aquel rincón que me convertía en un ser humano corriente. Allí rescaté un ejemplar destrozadísimo de "Memorias de África". Una edición bolsillo tan manoseado que pensé que antes de terminarlo se desintegraría, pero no, no lo hizo y lo conservé durante algún tiempo. 
Tuve suerte, ese libro tan gastado, años más tarde, me proporcionó una de las mejores tardes de mi vida. Pero eso ya es otra historia. Una de luz, olor a sal y  de espalda recorrida centímetro a centímetro bajo el influjo de las serpientes y las hienas africanas.
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"Hace unos cien años un viajero danés         en Hamburgo, el conde Schlimmelmann, se encontró con un         pequeño zoológico ambulante y le gustó         extraordinariamente. Mientras estuvo en Hamburgo         diariamente lo visitaba, aunque le hubiera resultado         difícil explicar cual era el atractivo real de las         caravanas sucias y desvencijadas. La verdad era que el         zoológico respondía a algo que estaba dentro de su         mente. Afuera era invierno y hacía mucho frio. En el         cobertizo el guardián había encendido la vieja estufa         hasta que hubo un rosado esplendor en la sombra         amarronada del corredor, junto a las jaulas de los         animales, pero las corrientes continuaban y el aire         cortante penetraba hasta los huesos.
El conde Schlimmelmann estaba absorto         en la contemplación de la hiena cuando el propietario         del zoológico ambulante llegó y le habló. El         propietario era un pálido hombrecillo de naríz         aplastada, que en el pasado había sido estudiante de         Teología hasta que tuvo que dejar la Facultad por un         escándalo y había ido cayendo, paso a paso, cada vez         mas bajo.
-Su excelencia hace muy bien en mirar a         las hienas -dijo-. Ha sido una gran cosa traer una hiena         hasta Hamburgo, donde nunca había habido antes. Todas la         hienas son hermafroditas y en Africa, de donde proceden,         en las noches de luna llena se reúnen, se juntan en un         círculo y copulan; cada animal toma el doble papel de         macho y hembra. ¿Lo sabía usted?.
-No -dijo el conde Schlimmelmann con un         ligero movimiento de disgusto.
-¿No cree su excelencia -dijo el         empresario- que, a la vista de este hecho, debe ser más         duro para la hiena que para otros animales estar encerada         en una jaula? ¿Sentirá un doble deseo o estará, porque         se reunen en ella las complementarias cualidades de la         creación, satisfecha y en armonía? En otras palabras,         ya que todos somos prisioneros en la vida ¿somos más         felices o más desgraciados cuanto más talento poseemos?
-Es curioso -dijo el conde         Schlimmelmann, que estaba absorto en sus propios         pensamientos y no prestaba atención al empresario-         comprobar que tantos cientos, hasta miles de hienas han         vivido y han muerto para que podamos, finalmente, traer         aquí a este espécimen, para que el pueblo de Hamburgo         pueda saber lo que es una hiena y que los narturalistas         puedan estudiarla.
Avanzaron para mirar las jirafas de la         jaula vecina.
-Los animales salvajes -continuó el         conde- que corren por las tierras salvajes no existen         realmente. Este existe, le hemos dado un nombre, sabemos         cómo es. Los otros pueden no haber existido; sin         embargo, son la inmensa mayoría. La naturaleza es         extravagante.
El empresario se echó hacia atrás su         gorro forrado de piel, debajo del cual no había ya ni un         cabello.-Se ven mutuamente -dijo. 
-Hasta eso se puede discutir -dijo el         conde Schlimmelmann después de una corta pausa-. Esas         jirafas, por ejemplo, tienen manchas cuadradas en la         piel. Las jirafas mirándose entre sí, no saben lo que         es un cuadrado y en consecuencia no lo ven. ¿Se puede         decir de ellas que se ven unas a otras?El empresario miró un momento a la         jirafa, y luego dijo: -Dios las ve.
El conde Schlimmelmann sonrió. -¿A las jirafas? -preguntó
-Oh, sí, excelencia -dijo el         empresario- .Dios las ve y le gusta lo que hacen. Las ha         hecho para complacerse. Está en la Biblia, excelencia         -dijo el empresario- .Dios ama a las jirafas que ha         creado. Dios ha inventado el cuadrado al igual que el         círculo. El ha visto los cuadrados de su piel y todo lo         demás que les concierne. Los animales salvajes,         excelencia, son quizá una prueba de la existencia de         Dios. Pero cuando vienen a Hamburgo -concluyó poniendose         el gorro -el argumento se pone más problemático.
El conde Schlimmelmann, que había         ordenado su vida según las ideas de otras personas,         caminó en silencio para mirar las serpientes, que         estaban junto a la estufa. El empresario, para         divertirle, abrió la jaula donde estaban encerradas e         intentó despertar a la serpiente que había dentro; por         fin el reptil, lenta y soñolientamente, se enroscó en         su brazo. El conde Schlimmelmann miró al grupo.
-Desde luego, mi buen Kannegieter -dijo         con una risita desabrida-, si estuviera usted a mi         servicio, o si yo fuera rey y usted ministro mío, lo         cesaría en el acto.
El empresario lo miró nervioso.
-¿Por que, señor? -dijo y deslizó la         serpiente en la jaula-. ¿Por qué, señor? Si es que         puedo preguntarlo -añadió al cabo de un momento.
-Ah, Kannegieter, no es usted un hombre         tan sencillo como pretende -dijo el conde-. ¿Por qué?         Porque, amigo mio, la aversión hacia las serpientes es         un profundo instinto humano, la gente que lo tiene se ha         conservado viva. La serpiente es la más peligrosa entre         los enemigos del hombre, ¿pero quien, salvo nuestro         propio instinto de lo bueno y de lo malo puede         decirnoslo? Las garras de los leones, el tamaño y los         colmillos de los elefantes, los cuernos del búfalo         saltan a la vista. Pero las serpientes son hermosos         animales. Las serpientes son redondas y lisas, como las         cosas que nos gustan en la vida, de exquisitos colores         suaves, graciosas en sus movimientos. Solo para el hombre         bueno esa belleza y esa gracia resultan repugnantes,         huelen a perdición y le recuerdan la caída del hombre.         Algo en su interior le hace apartarse de la serpiente         como del diablo, y a eso se llama la voz de la         conciencia. El hombre que acaricia a una serpiente lo         puede hacer todo -el conde Schlimmelmann se rió un poco         de sus propios pensamientos, se abotonó su rico gabán y         se volvió para salir del cobertizo.
El empresario se quedó un momento         sumido en profundos pensamientos.
-Su excelencia -dijo finalmente-,         necesitáis amar a las serpientes. No hay vueltas que         darle. Según mi experiencia en la vida os lo puedo decir         y, por supuesto, es el mejor consejo que puedo daros;         Amad a las serpientes. Tenedlo en cuenta Excelencia, que         casi cada vez que le pedimos al Señor un pescado nos da         una serpiente."