Llevaba meses arrastrando un pesar nada incierto. Conocía el motivo a la perfección y por eso cuando, pese a esforzarme por evitarlo, me vencía la melancolía y mi mano, adquiriendo vida propia, le buscaba a través de un número seriado, lo cerraba todo, y salía a la calle. Esos días, con una temperatura que congelaba y paralizaba cualquier pensamiento amenazante, hice adquisiciones verdaderamente valiosas en lo inmaterial.
Llené los momentos de melancolía de objetos y paseos que carecían de ningún otro valor que el de ser adquiridos pensando, olvidando, recreando un pasado que no iba a volver jamás, nunca. Le había perdido de manera definitiva.
Sin embargo, aún sintiendo la opresión que la pena me imprimía, llegué a barajar la posibilidad de que esa tristeza, que me acompañaba las veinticuatro horas del día, me estuviera regalando los mejores momentos, pese a la permanente presencia de su ausencia.
Empecé a rehuir la compañía de los de siempre. Tener que simular un estado de normalidad en el que no me encontraba se convertía en una tortura; tener que contestar preguntas para las que no tenía respuestas, una pesadilla atroz.
Empecé a rehuir la compañía de los de siempre. Tener que simular un estado de normalidad en el que no me encontraba se convertía en una tortura; tener que contestar preguntas para las que no tenía respuestas, una pesadilla atroz.
Una oportuna afonía y una sordera pertinaz me proporcionó unos forzosos momentos de aislamiento que agradecí de manera incomprensible para los demás.
Con los días, decidí poner tierra de por medio, marcharme a Blackfield, llevarme ese estado en el que ahora vivía, dejando sobre la mesa la promesa escrita de volver cuando consiguiera recuperar parte de lo que otros querían de mí. Una promesa de dedos cruzados en la espalda.
Y en ese viaje a los humedales del norte, cerca de la nada, descubrí que la pena puede llegar a vivirse como el miedo; que la pena inyecta la desidia en el cuerpo y en el alma, y que las desgracias van más allá del propio hecho en sí mismo; que la desgracia, la desventura más grande, no consiste sólo en tener que vivirla, sino en reflexionarla, dotarla del sentido o del sinsentido que nuestro pensamiento le conceda, y seguir viviendo con ella.
Regresé a los pocos días. Antes de marchar, dejé sobre el tocador de la habitación, el ejemplar de “Una pena en observación” que me acompañó durante mi viaje a ninguna parte. Quizá otro viajero, con el mismo pesar que a mí me había llevado hasta ese lugar, encontrara el consuelo del que se siente borracho, conmocionado por la pena de una pérdida atroz.
© Fotografía Ramon Ignasi Canyelles
-Una pena en observación- C.S. Lewis (1961)
De lo mejorcito que te he leido.
ResponderEliminarMagnific, de veritat.
Merci Poma.
ResponderEliminarHas vist la foto? :)
Escolta la música si pots, és al·lucinant.
Me encanta la foto y lo que has escrito. Y ese libro de C.S. Lewis.
ResponderEliminarGracias Teresa. Un saludo
ResponderEliminarUff, qué fuerza, todo vale, cada palabra, genial
ResponderEliminarGracias Javier :)
ResponderEliminarMarvillosa , maravillosa, canción (al fin la puedo escuchar como dios manda)
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