sábado, 15 de octubre de 2011

ISLAND

 


Mientras me abrochaba las botas, miré por la ventana. El tiempo había cambiado desde mi llegada. Los días templados habían dejado paso a un otoño frío y extenuante. Un viento sordo recorría las calles y la nostalgia, hasta entonces disfrazada de pereza, se transformó en la necesidad vital de sentir en la cara las gotas de agua que el aire arrancaba a las olas de un mar embravecido.

Cerré la puerta y coloqué la llave detrás de la maceta que a duras penas sobrevivía, cubierta de musgo, en el alfeizar de la ventana de mi nueva casa. Un intenso olor a sal se respiraba por toda la isla. Caminé forzando el paso, con el cuello encogido, las manos en los bolsillos y la esperanza que el único café del pueblo estuviera aún abierto. Necesitaba tomar algo caliente.

Empezó a escocerme la punta de la nariz y la imaginé roja como el tazón que Gjerta había dejado sobre la mesa, sin pronunciar palabra, como ayer, como anteayer. En el pueblo se contaba que había perdido a su marido engullido por el mar. Decían que por eso, a la caída del sol, se sentaba en el muelle y buscaba, con la mirada perdida, el rastro de un pesquero que nunca iba a volver.
           
Dejé unas monedas sobre la mesa. Me acerqué despacio, puse la mano sobre su hombro ya curvado, y le dí las gracias. Me había hecho comprender, sin ella saberlo. Había llegado la hora de buscar mi silla, una que resistiera el frío, la furia de la lluvia y el salitre que inexorablemente todo lo corroe. Una silla que colocaría frente al mar y desde allí, acompañada  por la intermitencia del faro, le esperaría.

Ese era mi compromiso, conmigo, con él, con lo que un día imaginamos. Poco importaba lo que tardara en llegar, sabría donde encontrar la llave.







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