“Yo ya no era yo, era
otro, y precisamente por eso era otra vez yo.
A la dulce luz del amor, reconocí
o creí deber reconocer que
quizá el hombre interior sea el único que en verdad
existe.”
El día amanece con un caparazón
negro como el ala de un cuervo enfermo y doscientos millones de lágrimas que se
derraman sobre las aceras sucias. Llevamos días así y es imposible
escapar de cierto desánimo que impone el tiempo. Son cosas de las tormentas que
no cesan, que devoran la energía y convierten cualquier gesto, por menudo que
sea, en una empresa tan costosa que es difícil no abandonarse a la indolencia
que provoca el encierro medio voluntario, medio obligado, pero encierro a fin
de cuentas. Y aunque es domingo y se respira la tranquilidad que da el saber
que no hay urgencias, algo indefinido se cuela por entre el ánimo, lo embebe
todo y ya nada es normal. Puede que sea esa anormalidad la que traiga el
recuerdo de lo pendiente, de lo que el día a día, la premura de las
necesidades, arrincona lo que uno quiso convertir en accesorio. Pero el tiempo,
quizá el exceso de electricidad en el ambiente, empuja a lugares que creíste abandonados a su suerte. Y hay algo, algo que no se toca, ni se ve, algo que ni siquiera puedes oler pero que te arrastra y te devuelve a aquellas veredas en la que dejaste parte de ti y de lo que
quisiste. Y piensas, no sin cierta inquietud, que la única manera de solventar algunos desajustes vitales
pasa por abrazarse a su cintura indefinida y no esperar nada, nada que no sea
un simple “siempre estuve aquí”. Pero la lluvia borrará la tarde y la noche
arrastrará el domingo y volverán las rutinas, las prisas y el polvo para enterrar algunos desvaríos, aunque no habrá mayor desdicha que no poder saber qué
es eso que escuece y que nunca termina de desaparecer.