Sigo
el juicio que estos días se está celebrando en los Tribunales de Aviñón contra Dominique Pelicot, acusado de violar durante años a su mujer, Gisèle Pelicot, y de
ofrecerla a otros hombres que, al igual que él, al igual que él la violaron
mientras estaba inconsciente como consecuencia de la sumisión química a la que
la sometía su propio esposo. Años de abusos que salieron a la luz de manera casual,
cuando el acusado, que posiblemente se creía impune en sus actuaciones tanto en
casa como fuera de ella, fue descubierto grabando bajo las faldas de distintas
mujeres. Entre el material incautado en aquella investigación aparecieron las
grabaciones que ahora han sido fundamentales para sentarle en el banquillo del
acusado y juzgarle por las atrocidades cometidas en la persona de su esposa.
Junto a él, cincuenta hombres se sientan en el banquillo, todos ellos acusados de violación.
Hasta aquí los hechos. Hechos monstruosos sobre los que voy dándole vueltas desde hace días. Y el miércoles, lo primero que anoto, después de leer sobre el tema, es: ¿Es el ser humano un ser monstruoso? Seguidamente, anoto que posiblemente
sí. El ser humano es capaz de lo peor, sin que necesite demasiadas excusas para
ello.
Pelicot ha reconocido su culpabilidad y a pedido perdón, incluso de lo imperdonable, ha dicho para terminar con un “Soy un violador, como todos los demás acusados”. La
frase da que pensar, no por como califica a sus compinches, pues en eso tiene
toda la razón, sino porque esta afirmación con toda seguridad no es gratuita y
pretende desviar parte de la atención que él recibe sobre todos los que, como
él, atentaron contra la libertad sexual, la dignidad de Gisèle Pelicot. Los Tribunales
juzgarán y espero que condenen con toda la severidad que la legislación permita
a todos los que se creyeron impunes frente a la barbarie que supone una
violación que no lo es menos por el hecho que la víctima, drogada por el propio
agresor, no recuerde nada. En definitiva, un reconocimiento diluido y cabrón.
En
el tema Pelicot hay dos cuestiones que trascienden la cuestión jurídica de la
existencia del delito, y que tiene que ver con el plano humano y cotidiano. La
primera, en la brutal repercusión que el conocimiento de estos
hechos habrá tenido, no solo en la víctima directa, sino en todos los miembros
de la familia. No es irrelevante el hecho que los Pelicot llevaran más de
cincuenta años juntos, que tuvieran hijos y nietos; como tampoco lo es el
hecho de que parte de los agresores fueran, en apariencia, apacibles ciudadanos de vida anodina y normal. La segunda, no menos importante, el hecho que a víctima haya tenido que incorporar a su vida unos hechos que durante años desconoció, pero sufrió y sufrirá. Porque el sufrimiento puede ser incluso más salvaje por la falta de control sobre lo vivido y la inconsciencia pasada de unos hechos tan brutales. Gisèle Pelicot va a tener que reconstruirse por dentro y por
fuera, rehacer una vida sobre la que a buen seguro le va a ser difícil rescatar un momento
amable, o de amor, sin la sombra de la realidad de lo sucedido. Me
pregunto, ¿Cómo se puede mirar hacia delante, reconstruir la propia existencia
si hay que partir de un pasado tan oscuro como la pez? ¿Cómo se puede reordenar
la cabeza, el propio corazón y un pasado aparentemente normal que
no se borra de un plumazo, al descubrir que tu igual, tu compañero de vida,
ocultaba a un monstruo, que no dudó en vejarte, humillarte, violarte y, lo que
es peor, si es que en todo esto hay algo aún peor, ofrecer tu vida, tu cuerpo,
a cualquiera sin importarle absolutamente nada?
Los actos de Dominique Pelicot son execrables, pero tampoco tiene explicación, ni justificación, que cincuenta
hombres más, todos ellos al parecer con vidas aparentemente normales,
participen en semejante aquelarre por el menor placer de violar a una mujer inconsciente. No
puedo entenderlo. Sin embargo, da mucho que pensar sobre la
condición humana, el aberrante comportamiento de algunos y el fracaso de la sociedad en la que nos ha tocado vivir. El mal por el mal.
Ignoro si la maldad es algo que forma
parte de la esencia del ser humano o si, por el contrario, es algo aprehendido
y aprendido. La
cuestión precisa, no solo, de un análisis antropológico, sino también filosófico y
ético. Es posible que esta necesidad de reflexionar sobre todas estas
cuestiones no interese a casi nadie porque, por desgracia, vivimos tiempos de lo
inmediato y en la permanente reivindicación de lo satisfactorio al menor coste
posible. Sostener que el ser humano es egoísta y adopta posturas absolutas que
rayan la deshumanización, ya no sorprende a nadie. Olvidamos con la facilitada pasmosa y preferimos mirar a otro lado mientras vaciamos de toda ética nuestro compromiso social.
Sin embargo, conviene
sentarse y darle unas cuantas vueltas a lo que somos y queremos ser. Pese a las limitaciones y la inmensa distancia que nos separa de
todo lo que se juzga en Aviñón, reflexionar sobre todas estas cosas es casi una obligación. Frente a nuestra banalidad y pronto olvido, a Gisèle
Pelicot, valiente como ninguna a la hora de enfrentar el vía crucis del proceso
judicial, le queda por delante la titánica tarea de seguir adelante, procurando
que todo el horror sufrido a manos de la persona con la que compartía la vida y, aparentemente, quería y respetaba después una vida en común, no se destroce de manera
definitiva el resto de vida que le queda y pueda, en la medida que sea posible, volver a confiar en
el ser humano. Y a los acusados, mi deseo de que les caiga todo el peso de la
ley y se pudran en el infierno.