jueves, 4 de noviembre de 2010

¿ESTÁ?


Aquel domingo caminaba con paso rápido por debajo de los soportales de la plaza mayor. Llevaba tres días lloviznando  y no parecía que el tiempo estuviera dispuesto a dar ni un minuto de tregua. Miré hacia la ventana. Seguía cerrada. El viento se enzarzó contra el mundo. Castigaba los muros, las encinas y a los pobres mortales  a  base de repartir desaliento. 
Escondí las manos en el abrigo y pensé en todo aquello que no le dije. Seguí caminando, buscando un café en el que refugiarme de las palabras que, una vez más, emergían  desde lo más profundo del olvido y que habían perdurado pese a todo. Me había prometido no volver mientras sintiera que su ausencia me acompañaba pegada  como si fuera mi sombra. Creí cumplir mi promesa y sólo regresé por un presentimiento  extraño que me despertó en mitad de una noche y  me hizo recorrer no sólo kilómetros de una distancia infernal sino años de voluntario destierro. 
Me senté cerca de la puerta. Hojeé el periódico intentado distraerme y perder de vista la imagen de las sobrias contraventanas de la que fue su casa. Sin embargo,  el espejo que tenía frente a mí, me devolvía,  con la insistencia de lo permanentemente dispuesto, la imagen de una vida que se cerró a cal y canto y que reconocí reflejada en mi propia pupila. Bebí poco a poco, intentando recuperar el temple y saboreé, como años atrás, el rastro de hierba luisa que identifiqué en la taza que aquella mujer  me sirvió sin siquiera pedírsela. Anoté en una servilleta  las mil palabras que un día le regalé. 
Dejé unas monedas sobre la mesa y salí a la calle acompañada por el frio helado que la sierra vomitaba sobre la plaza. Caminé hacia su casa, sintiendo que de nuevo llevaba pegada a mis pies su sombra y  su aliento rozándome el pelo.  Doble la servilleta que contenía  la confesión sincera de lo que un día deseé. Volví  al coche caminando despacio. Ahora disponía de la vida entera para intentar olvidar y sobrevivir a un mundo que se oscureció años atrás concediéndome una vida de futuro incierto  como el de las madreselvas que cubrían sus contraventanas intentando sobrevivir  al frio de un invierno mesetario sin más esperanza que, la de que algún día, un resquicio de sol les de un respiro a su final certero.
  
© Fotografía: naq

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