La última vez que hablamos, noté que su voz ya no era la misma. Andaba ensimismado. Me pidió que me acercara a su casa, sabiendo que lo haría.
No sé cómo me localizó. Había cambiado de apellido y vuelto a la ciudad después de años de ausencia. En los últimos meses había sentido la necesidad de volver a mi sitio, a mis lugares, a los olores que me perseguían allá donde iba. Los sucedáneos me recordaban que algún día tendría que volver y así lo hice.
Su llamada me sorprendió, aunque en el fondo siempre supe que algún día se produciría. Recordé los días en los que era capaz de dejarme con la boca abierta con sus trucos y mentiras. Un hombre enorme, sabio y rotundo perdido en una grandeza que resultó ser más pequeña que el tamaño de una nuez.
Hacía más de veinte años que no pisaba aquella casa.
En la pared colgaban unos cuadros recuerdo de los buenos tiempos. Sólo eran eso, un recuerdo que se había evaporado a la misma velocidad que una gota de rocío. Nadie se había ocupado de mejorar el abandono decadente del salón. Nadie se había ocupado de aquél que un día todo lo pudo, cuando dejó de poderlo todo.
Me sorprendió el temblor de sus manos, el escaso pelo, el leve olor a rancio que lo impregnaba todo, y en el inmutable hoyo de su barbilla.
Se sentó frente a mí, apoyando los brazos en sus piernas. Me miraba con los ojos acuosos del que sólo ve hacia dentro y me dijo que se sentía sólo, que me echaba de menos. Di una vuelta por la habitación intentando encontrar las palabras adecuadas, esas que le dijeran la verdad sin provocar un dolor innecesario. Me costó. Se habían invertido los papeles y ahora era yo quien, pese a todo, debía dar consuelo al que tanto desconsuelo me dio. Me acerqué a su mesa. El silencio era tan espeso que podía arrastrase con una cuchara.
Pensé en lo triste que son las conversaciones que no existen y en lo ruidosos que son nuestros pasos sobre las baldosas desnudas.
Encima de la mesa, unas notas esparcidas al lado de la vieja Underwood.
Se acercó por la espalda, arrastrando los pies, y leyó en voz alta las líneas que yo misma acababa de leer. No sé si me gustó saber que durante años me tuvo presente y que cada mujer que pasó por sus manos no fue más que el relleno vulgar de una ausencia que nunca llegó a confesarme. Ni cierto, ni invención, pura necesidad.
Perdimos el tiempo y con ello, casi todo. Me contó que había decidido explicarle al mundo la caída al vacío del mayor estúpido jamás conocido nunca, él mismo.
Recogí mi abrigo. No quise saber más. Se había hecho tarde, tarde para todo. Bajé por la escalera pensando en si, tal vez, debía haberle contado algunos de los secretos que me llevé conmigo el día que marché. Como siempre, me hizo tambalear pero recordé que él nunca quiso saberlo. Era demasiado tarde, al menos para mí.
En la puerta me esperaba mi hijo. Le acaricié la cara y no pude evitar pasar la yema del dedo por la oquedad de su barbilla.
En la puerta me esperaba mi hijo. Le acaricié la cara y no pude evitar pasar la yema del dedo por la oquedad de su barbilla.
Ocurren cosas así.
ResponderEliminarMira, Anita, te lo voy a decir de la manera que menos te haga sufrir: este texto me parece impresionante. Saco mi móvil, el inalámbrico y la linterna de los apagones y me balanceo como en un concierto de rock, para pedirte un bis, pero un bis largo —novela, ensayo... ¡qué más da—. Te estás haciendo de rogar, y eso no tá bieng, seorita Ehcal·lata.
ResponderEliminarLos hechos nos cambian la vida , lo dicho a destiempo, no.
ResponderEliminarMuy bueno.