Es sencillo. Sólo tienes que cogerte de la mano que te tienden. En el invisible mundo de las letras siempre está esperándote. Deja que otros vayan por delante, no tengas prisa, abrirán paso, despejarán el camino y tú, al igual que aquellos sherpas, llegaras a lugares que nunca pensaste que pudieran existir. 
En el mundo lector no importa ser el segundo, ni el tercero, ni el cuarto, ni el dos millones cuatrocientos mil, lo que importa es que puedas llegar y una vez allí te ancles durante algún tiempo y puedas construir, de nuevo, lo que otro escribió. 
Tal vez con el tiempo, te conviertas, sin quererlo, en un hacedor de caminos y, a cada descubrimiento, desees a otros un buen viaje.
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LAS ALMOHADAS DESNUDAS -Nacho Abad-
Las chicas cruzaban la ciudad todos los  lunes para venir a vernos. Les  daba igual que el calor fuera asfixiante, que  las calles ardieran como  bosques en guerra, que no hubiera quién respirara el  aire quemado por  el sol. Ellas venían todos los lunes, ataviadas con sus ropas  de  domingo, con vestidos ligeros, aéreos, un rato después de que llegara el   cartero con la baliza militar. Las pobres no sabían leer. No entendían  ni una  palabra de las cartas que sus novios les escribían desde el  frente. Y  abandonaban sus dulces hogares de la colina con la esperanza  de que nosotros  las ayudáramos. Sus madres las prevenían, ¡Mucho  cuidado con los artistas!, ¡no  son trigo limpio! Pero ellas o eran  valientes o unas auténticas descabezadas, y  venían decididas a nuestras  pobretonas embarcaciones del puerto, donde  fingíamos estar  concentrados, abstraídos en el lento ascenso a las esferas   luminiscentes de las ideas. Pura pose. En realidad lo que hacíamos era   dormitar, broncearnos, vaguear, y de cuando en cuando, mirar con el rabo  del  ojo cómo brillaban sobre el lomo del mar los peces plateados de la  mañana. En  resumen, perdíamos el tiempo, nuestro valioso tiempo, sin  reparar en todo lo  que arrebatábamos a la posteridad, en todo lo que  perdía la Literatura  Universal con cada página que no escribíamos.  Languidecíamos, sudábamos,  pasábamos del mundo. Y la visita de las  chicas acontecía como una fiesta  patronal. Sacábamos de las bodegas  agua de Perito Moreno, tequila La Mordida,  sal, limones y bloques de  hielo. Las invitábamos a brindar. Nosotros  conjurábamos a las musas,  ellas, al santo patrón de los soldados que morirán  vírgenes. Y luego  nos pedían que nos pusiéramos manos a la obra. Buscaban en  sus escotes  los sobres manoseados. Los abrían con ternura y con torpeza.  Sacaban el  contenido y nos lo daban. Nosotros pasábamos la vista por encima, un   poco sorprendidos por la caligrafía de parvulario, pero enseguida nos   espantábamos con el contenido. ¡Menudo despropósito! Todo en la vida se  puede  perdonar a un hombre excepto que no sepa expresar su amor por una  mujer. Si de  nosotros hubiera dependido, habríamos montado un consejo  de guerra a esa  pandilla de paletos. ¡Todos fusilados sin más! Y las  bobas nos miraban a la  espera. ¿Cómo íbamos a leerles aquello? No  podíamos repetir en voz alta esa  lista de tristezas. No a las diosas  bípedas y pluscuamperfectas y del  pueblucho. Ellas no merecían oír cómo  sus hombres padecían hambre, cómo  añoraban sus muslos blancuzcos, cómo  rabiaban por oler de nuevo sus pelos  sucios. Ellas merecían auténtica  poesía, canción de tripas, que se dice. Todas  las princesas que  orillaran en nuestro corazón tenían ganado un poema al menos,  y éstas  más, con su belleza desbordada de ingenuidad, bonachonas y   concupiscentes, éstas que estaban condenadas a no conocer más mundo que  el que  trajeran en la boca sus novios estúpidos. Nos daban lástima, sí,  las tontitas.  Así que adornábamos las cosas. Componíamos. Y qué  versos: parecían metales  ardiendo al contacto con la saliva. Nos  burbujeaban en la garganta. Ellas  entornaban la mirada, enamoradas  perdidas. Segregaban un lagrimeo exagerado,  bien cargado de  autocompasión. Y nosotros nos crecíamos. Componíamos poemas más  largos,  improvisábamos sonetos envenenados, furibundos como amantes  desahuciados,  palabras que conspiraban con palabras para que  abandonaran sus crisálidas las  mariposas del pecho. Y las chicas  seguían llorando y bebiendo tequila El  Mariachi bajo el sol enquistado  en el cenit del cielo. ¡Parecían plañideras  fuera de sí! Todas las  veces teníamos la esperanza de poder follarlas ahí  mismo, borrachas  como estaban. Pero enseguida se quedaban dormidas en nuestros  brazos, o  a nuestros pies, o cómodamente en las hamacas de la cubierta, con la   respiración profunda acompasada al lento mecer de nuestras  embarcaciones. Caían  en sueños lentos como caramelo fundido, y de vez  en cuando hablaban,  pronunciaban palabras sueltas casi siempre, retales  del sueño, sinsentidos,  sonidos encriptados, cifraturas irresolubles. Y  nosotros las mirábamos un poco  decepcionados. Encendíamos cigarros  Romeo nº 2, y los fumábamos con una última  copa de Tequila Rio Seco, y  repetíamos de memoria aquellos versos inspirados en  la misma nada de  nuestro vacío, que era una nada llena de tratos inútiles, de  desamores,  y lentos camiones de mudanzas, y barba de varios días, y   contrariedades, despedidas y ojeras, y techos deshilachados que no  llegamos  nunca a tocar. Eran versos para las monas de aquel pueblo de  la costa, pero en  realidad eran jirones de nuestra propia música. Nos  dejaban más melancólicos  que el otoño en un carrusel. Nos horadaban.  Nos hacían mierda. Nos pasaban por  su pasapuré. Y cuando daban las  tantas aún seguíamos deambulando por el  desasosiego, hasta que alguien  sacaba plumas y papeles y los repartía, y escribíamos.  ¿Para qué? ¿Con  qué sentido? ¿Para hundir más la rueda en el cieno? Eran  preguntas  inevitables, aunque no servían de nada. Una estampida de versos nos   abandonaba. Nos apuñalaba la sangre, ¡nuestra propia sangre coagulada en   cristales! Las palabras lo llenaban todo. Rodaban de proa a popa, se  quedaban  enredadas de los cabrestantes, se pegaban como lapas a la  quilla, se hacían  fuertes en el puente de mando. Las bellas lo  ignoraban todo y seguían dormidas.  De cuando en cuando, una palabra se  les trenzaba en el pelo, se les colaba nariz  adentro, pero luego la  suspiraban y ahí quedaba todo. Hasta en las cartas de  los soldados se  pegaban, más elegantes, con caligrafía bonita, y cadencia y  metáfora.  Había que resignarse, escribir era inevitable. Y duro, y dramático, y   lleno de recovecos oscuros donde habitan bestias que uno nunca debería  ver. Lo  de la escritura era una desgracia como otra cualquiera. Iba con  uno. No  convenía planteárselo. Si nacías con esa tara, te podías dar  por jodido. Lo  único que cabía era buscarle un sentido, un motivo. En  definitiva, un  destinatario. Y el primero de nosotros en hacerlo fue  Louis Ferdinand. A la  bella Molly, a la hermosa Lucette, le escribió  infatigable hasta quedarse sin  aliento. De las yemas de los dedos se le  desprendían letras melancólicas,  hormigas, migas negras caídas de la  belleza que guardaba de ella, tanta como  para veinte años, decía. “Tan  viva, tan cálida, que aún me queda para los dos y  para por lo menos  veinte años, el tiempo de llegar al fin”. Y eran palabras que  bien se  las hubiera podido escribir otro a Beatrice, a Isabel, a la misma   Nicola Six, Anne Hall, Remedios la bella, Jan Gabrial, Oja Kodar, o  también  Raquel Sánchez, claro, por quien nunca nadie se cortó un  lóbulo, pero en quien  pensábamos a menudo, con la misma tristeza  desquiciada y salvaje que invadía  como gorriones las copas de los  árboles, hacía funcionar los semáforos de las  calles vacías, o dejaba  en el cielo del paladar el sabor blanquecino de la  nieve que caía a lo  lejos, muchos kilómetros al norte. Estaba claro que éramos  una pandilla  de tristes, de desgraciados. Que habíamos fracasado en todo. Que   nuestras vidas daban pena. Y que aun así, nada era para tanto, nada  había sido  tan malo. Teníamos algo que dignificaba todas nuestras  miserias. “He defendido  mi alma hasta ahora, y Molly me regaló tanto  cariño y ensueño en aquellos meses  de América, que, si viniera mañana  la muerte a buscarme, nunca llegaría a  estar, estoy seguro, tan frío,  ruin y grosero como los otros.” La memoria era  una trampa para morosos.  Las princesas se despertaban casi al anochecer. Les  dolía la cabeza  del alcohol y el cuello de la postura. Les dolía la garganta  también de  la fruición de las palabras. Tenían los labios enrojecidos por  viento  caliente cargado de salitre. Las noches tenían los techos bajos. Las   estrellas nos rondaban la cabeza como insectos radioactivos. Ellas se  guardaban  en el escote las cartas y volvían caminando a sus casas. Sus  madres las  esperaban preocupadas. No se fiaban ni un pelo de nosotros. Y  no les faltaba  razón. Éramos unos tíos de lo más extraño. A miles de  kilómetros todos los  jóvenes del país andaban mordiendo el polvo de las  trincheras. ¡Jugándose el  gaznate a la lotería de la patria! Muchos de  ellos no regresarían nunca. Sus  pobres novias lo sospechaban. Incluso  alguna lo deseaba. O eso nos gustaba  creer, como si hubiéramos  entendido que sus palabras dormidas nos hablaban de  un sueño tan  hermoso y profundo que solo se puede evocar en secreto. A espaldas   incluso de uno mismo.