Siempre me ha molestado el olor de las flores cuando empiezan a marchitarse. Ese olor dulzón, desagradable, que me ofende en cuanto lo percibo. He entrado apurando el paso y ese hedor embriagante me golpea mientras atravieso pasillos forrados de haya, luces cenitales, cristales brillantes y piedras de diseño. Quiero acompañarle como en su día, en idénticas circunstancias, me acompañó a mí. Le veo al fondo, frente a la número siete. El destino juega con los números una y otra vez.
Asomo la cabeza. El mismo envoltorio de haya, frio e impersonal, pero las peonias, como siempre, tienen un aspecto vergonzosamente espléndido. Es todo tan aséptico que me entristece profundamente. Camuflar lo doloroso no lo hace desaparecer.
Barcelona ha amanecido con un sol rutilante. Una temperatura perfecta para sentarse y ver el mar. Desde aquí no se ven las olas, dice. Claro, estamos cerca de la bocana, aquí nunca las hay, le contesto.
No me mira, pero sonríe. ¿Tú crees que estará bien? Claro, pero prefiero que esté bien tú.
Sus labios, un poco más agrietados, un poco más viejos, encuentran los míos sin dificultad. Nada que ver con los besos de entonces, pero así, una vez más, sellamos lo que hace más de veinte años nos prometimos: Cuando me necesites, estaré.
No sé ya que decir
ResponderEliminarPedro
Entre las bocas, a veces, existe una cadena.
ResponderEliminarAfortunados ambos.
ResponderEliminarAmistad sellada por un beso.