"El arte no es para nada la vida, sólo se le parece”.
Llego a la estación con unos minutos de adelanto sobre la hora prevista. Recorro el andén con la mano en el bolsillo, mientras con la otra sujeto una valija pesada, demasiado, y temo que se me congele la mano antes de que consiga llegar a la salida para coger el coche que me espera. Siempre olvido el frío que hace en enero en esta ciudad y lo tarde que amanece.
Los guantes y las gafas de ver quedaron sobre la mesa a cientos de kilómetros, servirán, no me cabe duda, de colchón para Dahlman. Con un poco de suerte, a mi vuelta, seguirán bajo la custodia de un gato perezoso.
Samarkanda es un lugar espantoso en medio del caos, pero yo daría medio dedo casi congelado por conseguir un café humeante y poder estar en silencio los 40 kilómetros que tengo que recorrer con un tipo al que no conozco y con el que no tengo nada de qué hablar.
Cruzar la ciudad en medio de un tráfico feroz y con un tiempo de miedo se puede convertir en una tortura si deciden amenizarte el camino con conversaciones intrascendentes revestidas de amabilidad de previo pago. Pero cuando me abre amablemente la puerta de atrás sé que no va a pasar, no esboza ni la más mínima sonrisa. Lo prefiero, al menos hoy.
No tengo ganas de hablar, ni de escuchar las trivialidades que pueden cruzarse dos desconocidos en un espacio tan pequeño como éste. Apago el teléfono móvil para no tener que dar explicaciones. Y puede ser la simple casualidad en la que no creo la que me provoca el bostezo cuando pienso en el porqué de algunas cosas que empiezan a aburrirme mucho.
Me acerco a la ventana para ver el drama del atasco, y el aliento imprime sobre el cristal una mancha absurda que limpio con el dorso de la mano. Ojala desaparecieran todos, todo. Pero no, todo sigue ahí. No pasa nada. Pero nada permanece invariable incluso cuando no pasa nada. Pienso en este argumento falaz, mentiroso, porque incluso cuando parece que nada pasa, algo está ocurriendo.
Busco en mi bolso mi agenda y anoto, “ver a papá”. Miro lo que acabo de escribir y cuento mentalmente los años que hace que murió mi padre. Debe ser también por esas casualidades en las que no creo que, por el altavoz que tengo a mi costado, empieza a sonar un piano. Sé que tengo que ir y sé que he hecho bien. Grandes dosis de nada.
En unas horas estaré de vuelta, tomaré el último café en el Samarkanda y seguiré pensando en el horroroso caos de esta ciudad; en que incluso cuando no pasa nada, algo está pasando. Y volveré a casa, con el frío que viene de fuera, la vista cansada, deseando colocar el CD y comerme un enorme bote de helado que deshaga, aunque parezca contradictorio, el horroroso frío que algunas cosas dejan por fuera e incluso por dentro.
Tal cual , la vida misma.
ResponderEliminarM'ha agradat molt.
En estos casos no te dan ataques de claustrofobia. Yo me iría a vivir al campo.
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