Es verano. Son los últimos días de unas vacaciones totalmente improvisadas, cortas, desganadas y distintas. Vacaciones extrañas, sobre todo por el momento personal que estamos viviendo. Estos días se han convertido en días de actividad frenética, mezcla de situaciones, de vivencias, visitas a los amigos, comidas largas, sobremesas apetitosas por la compañía y la conversación, noches frescas de gin-tonic y añoranza.
Estos dias, de amigos reencontrados, de alegrías y de grandes tristezas, tienen momentos especiales, muy especiales. Estos momentos, que sólo me los dedico a mí, la persona que más quiero (que le vamos a hacer, soy mi más ferviente admiradora y la persona a la que más amo), son los de las horas muertas, las de las siestas. Cada uno recogido en su casa, en sus habitaciones, a la sombra de un sol de justicia, dedicándose cada uno a lo que más le apetece. Unos a quererse y ofrecerse las mil caricias que el día les niega, otros a descansar, y otros, los menos, a intentar encontrar un sentido a la vida que llevamos y buscar un futuro más allá del 30 de agosto.
Esta hora baja es de la que más me gusta, la que da un tiempo y un respiro antes de seguir caminando. Un hora para no dormir nunca, una hora para, en el mejor de los casos, morirse de amor.
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