Da una palmada con sus manos y empieza a llover. Al cabo de unos instantes, repite el gesto y deja de llover. Tiene la certeza de su grandeza. Es poderoso, un control absoluto sobre todo y sobre todos. Por eso, porque nada le puede parar, pasa por encima de cualquiera y de cualquier cosa. Camina con los hombros alzados, el pecho henchido y con el exceso de soberbia que sólo un necio es capaz de concentrar. Gira la esquina, pensándose, recreándose en su estúpida majestuosidad. Por eso, porque está ciego y sordo al mundo, no oye las pisadas que se le acercan. Un gemido. Un perro olisquea un bulto, una gabardina sucia con una nota arrugada sobresaliendo del bolsillo con un triste epitafio: “sólo los necios mueren solos”.
©Fotografía: Carlos Gil de Montes
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