Entré y lo primero que me dio en la nariz fue ese olor dulzón que desprende la fruta que ha madurado en exceso y el almizcle. Entre cajones de madera, un hercúleo frutero removía, con unas manos gigantescas y rudas, papayas, cocos y demás. Esas manos, que bien podrían servir para derribar a un toro, colocaban con un exquisito cuidado los lichis pequeños y juguetones que se escapaban rodando de una pila infinita.
No sé si me turbó el olor a fruta madura, las manazas imponentes conjuntadas con la delicadeza del gigantón, o la continua comezón en la papaya, no sé lo que fue, pero he convertido mi vida en una permanente excursión al colmado y mis inversiones en activos negociables de la fruta de la pasión.
danza invisible -
Oh, qué bonito es el amor entre cocos y manazas.
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