La rabia lo cruje. Frota la paleta como si quiera sacarle fuego. No puede dejar de pensar en lo estúpido que ha sido. Sólo a un necio volvería a caer en lo mismo. Tira la madera dentro de la pila. Se parte en dos. Se frota los ojos. Si no fuera porque se sentiría ridículo, rompería a llorar ahora mismo. Pero los hombres no lloran. No sabe quien dijo esa estupidez. Él se muere de ganas de llorar.
La noche es fría. No puede ser de otra manera. Camina despacio hasta el metro. Aún se pregunta cómo pudo ser tan estúpida, sólo una necia se comportaría como ella. Es la enésima vez que discuten por lo mismo. Aún recuerda la primera vez. Fue en aquella cafetería donde se encontraban todos los martes. El motivo, una tontería, como siempre. Aquel día se marcharon sin tan siquiera despedirse. Pero se buscaban. Tontas excusa para encontrarse, disfrutarse. Sólo se torcían cuando uno ponía un pie tras la frontera que nadie había trazado pero los dos sabían existía. Nimiedades que enmascaraban pesares más importantes. Se prometía, cientos de veces, no caer en sus propias trampas, dejar que el tiempo transcurriera sin plantearse nada más que vivir los momentos que la vida le entregaba. Los dos, cada uno por su cuenta, habían decidido continuar con sus vidas. Empeñarse en otra cosa distinta no tenía sentido.
Abre la puerta de casa, procurando no hacer ruido. Lleva el maquillaje corrido. Deja el bolso sobre la mesa del comedor y se encierra en el baño.
Apoya las manos en el mármol frío. Empieza a temblar. Se abraza intentando contener los espasmos pero un torrente de lágrimas la inunda del todo. Se sienta en el borde de la bañera. Lo tiene decidido, no le va a volver a ver más, no sirve de nada. Las cosas son como son, nada va a cambiar. Ella tiene su vida, él la suya.
Unos golpes suaves en la puerta, la sobresaltan. Sí, todo va bien, sólo un poco mareada, pero todo está bien. Abre el grifo. El agua le recorre la nuca, ahora tiene frío del de verdad, del que viene de fuera.
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