Cuando me contó que sufría, decidí dejar de verle. Nunca he sido valiente. Intenté evitar que me contara los motivos pero no estuve a tiempo. Buscaba un pretexto para seguir ignorando, conocer podía ser fatal, al menos para mí. Sin embargo, cuando aún pensaba en una excusa que me evitara tener que enfrentarme con lo que desde hacía meses esquivaba, me arrojó a la cara sentimientos que yo no quería conocer. Tuve miedo. Sentí que la cabeza empezaba a darme vueltas y que mis oídos se convertían en cajas de resonancia que deformaban todo lo que a ellos llegaba. Cada palabra que pronunciaba rebotaba dentro de mí y salía despedida hacía algún lugar al que no debía ir a parar. A ratos, se le humedecían los ojos pero yo procuraba seguir impasible. Intentaba alejarme de esa intimidad que se estaba generando y en la que yo no podía, no debía entrar. Estuvo así durante más de una hora. Cuando oí una especie de suspiro entrecortado, supe que había terminado. Seguimos en silencio durante varios minutos más. Apagó el cigarrillo y se levantó. Lo siguiente que oí fue el tintineo de unas caracolas que chocaban entre sí y sentí un golpe de Levante que se coló, alborotando las hojas del periódico que había sobre la mesa. Sólo entonces fui capaz de reconocer que sentía lo mismo y que jamás se lo diría. Desde entonces el fracaso tiene olor a salitre.
La valentía es reconocer, saber y callar.
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