Dicen que el amor es cuestión de sustancias químicas. Esa afirmación me deprime. Me gusta más Platón que la tabla periódica. La ciencia intenta pasar por delante de la filosofía. Me deprimo. Dicen que debo asumir que cuando tengo un conflicto amoroso, el apuro proviene de la batallita que libran sustancias cuyo nombre me es imposible recordar. Me enamoro por culpa de la química. Una fatalidad.
Me descubro, como si me hubiera autoescultado, un problema con las sustancias químicas, con las internas. La situación se ha vuelto insostenible. Se han ido deslizando sin que me diera cuenta y lo han convertido todo en un caos. Busco el control y me sumerjo en la química externa, esa que adopta las formas y texturas más singulares, liquidas, sólidas, incluso gaseosas,buscando el contrapunto. Las alineo frente a mí. Tengo que decidir el orden de su ingesta. En realidad, me da igual, irán cayendo unas tras otras como si fueran palomitas de maíz. Pienso en “Fregoli”. Si el amor es el resultado de combinaciones químicas internas, yo nada puedo hacer. A priori no puedo controlarlo de manera natural. O tal vez sí, sólo que yo no lo sé hacer. No lo dudo, me encamino a la cocina, allí tengo un arsenal. Opto por la vía fácil y legal. Una copa para ordenar el desorden químico a base de compensaciones sustancialmente artificiales. Vuelvo a pensar en “Fregoli”. Pierdo la cuenta de las copas tomadas mientras pienso si no estaré encharcando inútilmente mi materia gris. Retorno a “Fregoli”. La decisión ha sido fatal. No sólo no he conseguido equilibrar el desequilibrio sino que he deprimido mi sistema simpático y, de paso, al resto de mi persona. Por eso ando hecha unos zorros. He lacerado mi química interna a fuerza de agitarla en un coctelera. Hoy arrastro una resaca del quince y la certeza que el amor poco tiene que ver con la química en estado puro.
Quiero olvidar a “Fregoli” y tatuarme a Platón
WYNTON KELLY TRIO -
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