domingo, 12 de diciembre de 2010

PINOCHITO SEX-MACHINE


Existen algunas situaciones que son realmente patéticas y que cuando te topas con ellas no sabes si reírte o compadecerte del sujeto que las provoca. Supongo que  lo mejor es la compasión.
Hace unos días, tomaba un café con un sujeto al que me une una muy superficial relación personal. Me había llamado con una excusa peregrina y tras casi media hora de bla-bla-bla, monólogo, telefónico (que aproveché para hacer las transferencias bancarias para cubrir mis descubiertos, reservé por internet visita con mi médico de cabecera y empecé a hacer la comprar virtual para el avituallamiento familiar), al final, por colgar, acepté tomar ese café. Ni que decir tiene que limité el tiempo, sólo los veinte minutos de los que disponía entre dos asuntos laborales. Hice bien.
Soy de las muy cafeteras y cuanto más nerviosa me ponen más café consumo. Durante esos veinte minutos, conseguí llenar la mesita de tacitas a medio consumir (cada uno tiene sus cosas). Me explicó que su vida sentimental se había convertido en un infierno mientras rebuscaba en los bolsillos de un abrigo carísimo una cajetilla de tabaco que no apareció. Había pasado del amor más absoluto a la más absoluta indiferencia por su esposa. Un camino transitado de un mar de disgustos. Al parecer la mujer no le comprendía, se había idiotizado con el tiempo y sólo pensaba en consumir la tarjeta de crédito y reposar en el sofá de su casa. Se había descuidado en los diez años de matrimonio. Había dejado de parecer una Valkiria deliciosa para, según contaba, convertirse en un espantajo con sobrepeso aunque, eso sí, conservaba la melena rubia de los inicios que le enamoró. A estas alturas del sermón, el número de mis cafés alcanzaba el de cuatro y la nausea empezaba a sobrevolarme. Continuó dándome detalles sobre la tristeza de espíritu de aquella que le calentaba la cama pero poca cosa más. Quinto café. Apostilló todos los comentarios con unos gestos de desolación y tristeza sin que en toda la conversación consiguiera arrancarme ninguna otra palabra que un “mmm”.  Nos despedimos después que el sujeto en cuestión glosara todas las maravillas que imagina pueblan mi persona y me emplazara para comer o cenar tranquilamente y continuar charlando. En aquel momento, para evitar nuevas ofertas nada tentadoras, le confesé que mi “esposa” era celosa y no vería bien nuestro encuentro. Ahí cerré el tema aunque ahora, a toro pasado, creo que lo mejor habría sido mandarlo al guano directamente.
El caso es que me fui  con un “subidón” de tensión producto de la cafeína ingerida y la mala leche reconcentrada de quien  ha perdido el tiempo miserablemente. Solución, cambié el nombre con el que tengo guardado su teléfono en la agenda del móvil por el de “no contestar”.

Ayer noche, después  de trabajar todo el día, me fui con mi compañero de trabajo a cenar para olvidar la jornada que llevábamos y aliviar tensiones. Nada más entrar en el único restaurante que encontramos abierto, vimos al fondo a una pareja, entrada en edad. Estaban acaramelados, las manos entrelazadas, hablando a susurros. Ella rubia “añosa” estupendamente prieta y rubicunda  (una delicia, lo digo de verdad), él, un moreno “añoso” con gesto de gilipollas. Reconocí el abrigo en el respaldo del asiento. Confieso que me moría de ganas de que se levantara y me viera sentada unas mesas más allá. Sólo tuve que esperar una media hora de carantoñas más. Pasó por mi lado, del brazo de su esposa. No saludó.

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